Introducción
Como se sabe, en la semiótica estructural y, por supuesto, en muchas otras disciplinas, la noción de sujeto ha ocupado un lugar relevante; por tal razón, es uno de los conceptos más utilizados en este campo del conocimiento y en las ciencias del lenguaje, en general. Sin embargo, en torno a este término siguen surgiendo algunas preguntas, pues a pesar del constante uso que de éste se hace, subsisten imprecisiones en cuanto a los matices semánticos a los que el vocablo remite, no sólo a partir de las diversas semióticas objeto de las que emana o de las manifestaciones discursivas en las que se inscribe, sino incluso en los diferentes niveles de significación con los que tiene relación. Ya en el primer tomo del Diccionario razonado se afirma que “el concepto de sujeto es de difícil manejo y da lugar a múltiples ambigüedades” (Greimas y Courtés, 1990: 395) que con el paso del tiempo y el avance de la teoría parecería que habían quedado resueltas. Pero la semiótica ha enseñado los beneficios de volver sobre lo andado en la búsqueda constante por el ser. Este regreso y búsqueda resulta, para el tema que nos interesa, no sólo pertinente sino necesario, ante la inminente proliferación y aparición de nuevos conjuntos significantes y nuevas prácticas semióticas.
Con este aliento de búsqueda, un grupo de investigadores del Programa de Semiótica de la BUAP, nos hemos reunido en un proyecto colectivo,1 para estudiar, discutir y darnos a la tarea de precisar un poco más lo que entendemos, desde la semiótica, por sujeto y su vínculo en apariencia obvio con la subjetividad, a partir de diferentes textos, discursos y prácticas significantes. Hemos intentado rastrear no sólo el origen de los términos y su relación ineludible con otras disciplinas de estudio, sino analizar, también, su valor heurístico en el abordaje precisamente de textos de diversa naturaleza.
Mi contribución a ese proyecto —y mi particular interés— gira en torno a la definición y especificación de lo que puede entenderse como sujeto religioso y su esfera de acción tan singular. Dos actos dentro de esa esfera son asumidos por el sujeto religioso, el desmontaje o vaciamiento de todo aquello que lo relaciona con el mundo terrenal y la inversión del campo enunciativo. Ambos actos llevarían al sujeto religioso y su propia subjetividad hacia la intersubjetividad. Esta postura es la que permitirá aproximarme a un tema que esbozo apenas aquí y que se relaciona con la propuesta polémica y discutible sobre el uso del lenguaje incluyente2 y que, desde mi perspectiva, no debe consistir en una deformación léxica, sintáctica y semántica, sino justamente en la transformación del campo enunciativo.
Dicho campo, de carácter ego-céntrico, es desde donde un sujeto yo —como una forma, deixis y encarnación del sujeto hablante (predicación-aserción)—, delimita y controla un campo en el que, precisamente, es yo el centro mismo. El campo ego-céntrico es característico de muchas de las lenguas naturales y del pensamiento en Occidente. Sin embargo, hay otras lenguas y otras maneras, de larga data, de pensar y concebir el mundo, en fin, otras prácticas significantes y formas de vida, en las que el centro no está puesto en el sujeto-yo sino en el sujeto-otro y más aún, en el sujeto-tú, constituyendo así, un campo altero-céntrico, fundamento, por ejemplo, de la ética, de la democracia y de diversas religiones instituidas —una de las cuales será nuestro asidero. Ahora bien, ese sujeto-yo, cargado de subjetividad (de intereses, deseos y afectos propios), al poner el énfasis en el otro o en el tú, no en la subjetividad propia, sino en la ajena —y tomando la subjetividad del otro como la propia—, establece una relación intersubjetiva plena. Hasta el momento, el trabajo que a continuación presento y que fue iniciado bajo la guía y en colaboración con Jacques Fontanille, me ha abierto muchas interrogantes y apunta en diversas direcciones, una bondad más en esta clase de ejercicios y apuestas.
Presento, en primer lugar, una síntesis de lo que se ha entendido por sujeto desde la semiótica de corte estructural: el sujeto como función y como operador. En un segundo momento consideraré el sujeto como responsable de una esfera de acción particular inscrita en el ámbito religioso y, por eso mismo, figurativizado. Después abordaré el tema del sujeto hablante que delimita y opera desde un campo ego-céntrico marcado por la presencia de la primera persona del singular yo. Finalmente consideraré una inversión del campo enunciativo hacia el campo altero-céntrico que se puede realizar mediante una transformación de los modos del habla, la ejecución de ciertas obras y la presencia de una específica afectividad. Si bien no analizaré un corpus determinado, los ejemplos que seguiré son representativos de un conjunto de problemas, homogéneos pues pertenecen a un mismo dominio, y a la vez paradigmáticos, en tanto variantes.
1. Sujeto a actividad
Para proceder con la reflexión planteada es necesario revisar lo que se ha entendido, en general, por sujeto, y cómo se ha comprendido éste en particular dentro de la semiótica de corte estructural. Esta misma trayectoria de revisión es la que el grupo de investigación citado ha seguido. Seré breve en este punto, pues este tema es uno de los más recurridos en semiótica.
La noción de sujeto, en el ámbito de la semiótica estructural, tiene como antecedente el concepto de sujeto de la filosofía (de la gnoseología), de la lógica y de la lingüística —y tal vez de otras disciplinas, de las que no somos muy conscientes. Así, esta noción, en un primer acercamiento global, abarca aquello sobre lo que se emite un juicio o sobre el que se predica algo. Desde el punto de vista gnoseológico, el sujeto es básicamente aquél que es cognoscente, es decir, aquel cuya actividad primordial consiste en conocer y, en este sentido, está ligado al objeto de conocimiento. Este sujeto, si bien se relaciona con el concepto general de hombre, llega a, en algún momento, desprenderse de toda corporalidad humana, del empirismo y la experiencia —aunque ésta se halle implicada—, constituyendo así un común de operaciones de conocimiento a priori, tal es el sujeto trascendental en Kant (2003), por ejemplo.
Algunas entradas de los diccionarios de uso definen el término sujeto como aquél sometido —por eso mismo sujeto a— una acción o pensamiento,3 tal como lo refiere Dorra (2018: 11-33) en su propia contribución al tema. Así, la definición de sujeto como entidad activa se extiende a otras ramas del saber, por ejemplo, el derecho jurídico.
Para la semiótica, y en los inicios de esta teoría, el sujeto “alude a un ser, a un principio activo capaz no sólo de poseer cualidades, sino también de efectuar actos […]; a él se le pueden vincular las nociones de sujeto hablante, en lingüística, y de sujeto cognoscente (o epistémico) en epistemología” (Greimas y Courtés, 1990: 395). Tenemos, entonces, una primera especificación de acuerdo con el tipo de actividad que el sujeto realiza: el acto de hablar y el acto de conocer.
Siguiendo a los mismos autores, se colige la imposibilidad de definir al sujeto en sí, porque “su valor está determinado por la naturaleza de la función […] el sujeto aparece, pues, como un actante cuya naturaleza depende de la función en la que se inscribe […]. El sujeto es una posición, una función o la terminal de una relación” (Greimas y Courtés, 1990). De acuerdo con la función que cumple, el sujeto podrá ser de dos tipos: “los sujetos de estado, caracterizados por la relación de junción con los objetos […] y los sujetos de hacer, definidos por la relación de transformación” (Greimas y Courtés, 1990). Esta segunda especificación del sujeto, también llamado sintáctico, es dada por la relación de junción con un objeto, ya sea de manera virtual, o realizada.
Otras especificaciones de sujeto son, en cuanto a sus cualidades (sujeto performador y sujeto competente), su rol dentro de los procesos de significación (sujeto semiótico y sujeto de la enunciación) y en cuanto a tres esferas de acción abarcadoras (sujeto pragmático, sujeto cognoscente y sujeto pasional).
A partir de estas primeras indagaciones y sintetizando, consideramos al sujeto como una posición estructural, una función desde la que se genera un principio activo ya sea de modo virtual (en el caso de un estado), actual (en el caso de una acción) o realizado (una vez más, es el caso de un estado). De esta manera, lo primero que tenemos son sujetos de estado y sujetos de hacer, tal como ya lo ha enseñado la semiótica. Ahora bien, este sujeto figural y abstracto —que es posición, relación y principio activo—, es susceptible de adquirir ciertos rasgos que lo van definiendo; y es gracias a estas características que podemos atribuirle otros nombres. Así, según la naturaleza del principio activo habría, de entrada, un sujeto que se expresa mediante el habla, uno que conoce y uno más que lleva a cabo actividades prácticas. Habría, entonces, y en términos semióticos primero, un sujeto hablante (Coquet, 1984), uno cognoscente, y uno pragmático. Ahora bien, podemos considerar que el principio activo fuera de otro tipo, por ejemplo, el sentir y el percibir; tendríamos así, un sujeto sintiente y uno percibiente, provistos, evidentemente, de un cuerpo sensible. Este tipo de sujeto, como sabemos, fue desarrollado a partir de la Semiótica de las pasiones, donde se le denomina sujeto pasional (Greimas y Fontanille, 2002). Este sujeto pasional surge por ser la pasión un estado que interviene en el principio activo o conduce al acto mismo. Estas últimas consideraciones nos llevan, irremediablemente, al terreno de la subjetividad, término que es también de nuestro interés y que está ligado de manera ineludible a la noción de hombre e incluso al de historia. Hasta aquí, la noción de sujeto va de lo figural a lo figurativo desde una función y principio activo, a una especificación de la actividad, hasta su figurativización humana.
2. Re-ligarse a la divinidad
Si desde la semiótica hemos clasificado al sujeto como de estado o de hacer, ya sea porque está sujeto a o es principio de una actividad, y que éste puede ser especificado de acuerdo a qué está sujeto o de qué naturaleza es su acción y que puede alcanzar su figurativización máxima hasta el sujeto humano, ¿cómo definir con propiedad a un posible sujeto religioso? Acudiendo a diversas fuentes, tanto diccionarios de uso como especializados, este sujeto al que nos referimos lleva a cabo dos posibles acciones englobantes que provienen de dos términos latinos: religare y religens, términos que emanan, curiosamente, de la cultura que expandiría una de las religiones más poderosas y abarcadoras de Occidente.
El primer término, religare, significa volverse a ligar a, en este caso, la divinidad: re-ligarse a la divinidad; se observa entonces que este verbo es de carácter durativo y expresa, así, un proceso: el hombre que estaba ligado a la divinidad se des-liga en algún momento para después volverse a ligar.
Por otro lado, el término religens hace alusión al cumplimiento de ciertos deberes y preceptos convencionales y jerarquizados que el hombre tiene con la divinidad; alude, finalmente, a ciertas acciones programadas que lo ayudarán en ese re-ligamiento con Dios.
Un ejemplo muy conocido por la tradición occidental es el gran relato judeocristiano: Yahveh, mediante su fuerza activa —y por eso, sujeto— crea, nombra y efectúa diversas divisiones, de la luz y la oscuridad, por ejemplo. Así es creado el hombre, con la especificidad de ser semejante a su creador y poseer una jerarquía superior ante las demás criaturas. La afinidad entre Dios y hombre se hace patente. Pero esta correspondencia es cuestionada desde el mandato bíblico de “no comer del fruto del árbol del conocimiento”, pues si Dios, al crear discierne y nombra, al hombre le es prohibido conocer el bien y el mal. De esa manera, la serpiente interviene de esta prohibición contradictoria, provocando la desobediencia del hombre. A partir de esta interdicción y de su no cumplimiento, el hombre debe ahora ser desconocido y expulsado del espacio que se le había asignado. Por esta segregación el hombre se hace otro para Dios, se desliga y no hace lo que debe hacer. Éste es el origen del relato.
Desde aquella segregación original el hombre considera a su Dios como diferente y lejano, como Otro.4 A pesar de esto, muchos hombres han deseado y buscado varias maneras de aproximación o reconciliación con Dios, de re-ligarse. En el judaísmo, fuente directa del cristianismo, esa aproximación puede darse por el conocimiento de las Escrituras, por la tradición y por las muestras de fe. En consecuencia, se efectuaron diversos pactos y alianzas que fueron rotos y restaurados de nuevo; un ejemplo de ello es el Arca de la Alianza.
Por su parte, el cristianismo primitivo postula el enorme abismo que se encuentra entre el hombre y Dios; a pesar de esto, también propone una zona de contacto entre ambos: la facultad de entendimiento. Es gracias a la inteligencia y a la capacidad espiritual que el hombre reconoce la Ley de Dios y a ella responde. Por medio de la razón el hombre se puede fijar el objetivo y realizar las acciones necesarias para conocer y comunicarse con Dios. Este proceso se regiría por el libre albedrío. La oración, las obras, la meditación, la negación, el ascetismo y el sacrificio. Para la devotio moderna católica las acciones por realizar son: imitar a Cristo en su pasión, y los ejercicios espirituales.
Un sujeto religioso es, al menos dentro del judeocristianismo, aquel que ha perdido su relación estrecha con Dios y que busca constantemente restablecer esa relación mediante ciertas acciones programadas. Pero, este sujeto, como sabemos, puede ser individual o colectivo. Siguiendo una vez más el ejemplo del relato judeocristiano, ese sujeto ligado a Dios y después desligado, fue uno, un hombre, pero después de él, todos los que le siguieron buscan ese vínculo con la divinidad. El hombre que en un inicio fue Adán, ahora es todos los hombres.
Por lo tanto, el sujeto religioso, tanto en sus propias acciones, como en lo que su creencia y dogma le dicta mediante, por ejemplo, el texto sagrado, tiene previsto cambiar de pensamiento, poner el mundo al revés. Así, el sujeto religioso, como configurador activo, se “instala en el vasto horizonte de la aceptación pasiva” (Eicher, 1989). En definitiva, el hombre religioso cambia su subjetividad en pro de la intersubjetividad. En resumen, hasta este punto podemos decir que el sujeto, como función y principio activo, dirige, controla y programa ciertas acciones. En el caso del sujeto religioso la acción fundamental y que le da su estatuto, es la de re-ligarse a la divinidad. En los diversos ámbitos religiosos, múltiples son las actividades secundarias que llevarán al sujeto al re-ligamiento con Dios; una de ellas es hacer para o por el otro. Este hacer es el fundamento de la intersubjetividad; pero, ¿cómo se da este paso? Veamos.
3. Subjetividad y campo ego-céntrico
Usualmente o quizá de manera irremediable, al sujeto se le atribuyen, independientemente de su función y esfera de acción, características humanas y más aún cuando se considera su dimensión subjetiva. Hablar de subjetividad es, en lo básico, referirse al sujeto humano. De tal forma, la subjetividad, según lo que nos dicen los diccionarios de uso y especializados, se engendra en el relativismo del sujeto, en su experiencia de vida y en lo que le acontece. La subjetividad es el espacio interior del sujeto, desde donde se orientan los actos —operación que conlleva un deseo y una competencia— y en el que converge el mundo.
Cada sujeto humano posee una identidad, un yo más o menos permanente que se conforma por la experiencia intencional que establece con el mundo natural, con el entorno, con sus semejantes, con el grupo —familiar, comunitario y social— al que pertenece y, según Anzieu (2002), con su carne y su cuerpo. Así, estas diferentes dimensiones van siendo ordenadas, jerarquizadas, en fin, significadas desde un centro, desde un ego-centro. Es desde este punto que se crean y controlan todos los actos pragmáticos, cognoscitivos y pasionales, incluido por supuesto, el acto de lenguaje.
En la mayoría de las lenguas occidentales se expresa ese ego-centro con el pronombre personal yo, que, además y significativamente, es la primera persona. En cuanto a orden jerárquico, es el pronombre más importante; está por encima de los demás, los cuales se organizan a partir de él. La persona más inmediata a yo es tú y ambos son parte de una correlación de subjetividad; a pesar de la diferencia de las entidades, no se “suprime la realidad humana del diálogo”, según Benveniste (2007: 168). Sin embargo, cuando aparece el yo en el habla todo gira alrededor de él, y así, “se expone en lo dicho la in-ensamblable proximidad del uno para el otro” (Lévinas, 2005: 7).
Cuando alguien dice yo todo se concentra en él, apunta a él, y todo proviene de él, de ahí que se trate de un deíctico. Cuando ese alguien dice tú la flecha directiva cambia y apunta en sentido contrario, aunque esto es tal vez una ilusión, pues el centro de partida o referencia sigue siendo yo.
Decir yo es lexicalizar una posición, definir una deixis y direccionalidad, asumir una competencia y realizar un acto. Es, además, referir el lugar en que se entrecruzan el mundo y la experiencia, el sitio de una relatividad y por ende una subjetividad. Es además de decir yo, decir así soy yo (Buber, 2005: 58) y afirmar “esto me acontece”.
Lévinas (2005: 12) dice que vivimos en una época en que predomina, contrariamente a lo que se cree o se dice, el anti-humanismo. El hombre no se hace verdaderamente contemporáneo del otro, no puede “colocarse a su lado en una síntesis […]; el-uno-para-el-otro en tanto que el-uno-guardián-de-su-hermano […]. Entre el uno que soy yo y el otro del cual respondo, se abre una diferencia sin fondo”. Vivimos, entonces, en un momento desprovisto de una intersubjetividad plena.
Nuestra sociedad vive un relativismo subjetivista, es decir, cada uno posee su propia verdad y la defiende ferozmente al mismo tiempo que se dice incluyente; entonces, ¿cómo incluir en el horizonte propio al “enemigo”?; ¿cómo, ya no digamos emparentar, sino hacer dialogar dos verdades? Para Lévinas este relativismo es origen del egoísmo, en el que ego sigue al centro. Para este autor y para un filósofo más próximo a nosotros, Han (2016), éste es el origen, también, de la violencia en todas sus formas. El relativismo subjetivo y su feroz defensa es la cerrazón de la interioridad del sujeto “interioridad imposible que desorienta las ciencias humanas de nuestros días” (Lévinas, 2005: 130). El otro, el tú, se vuelve una cosa entre muchas otras, a pesar de la corta distancia a la que está.
4. Intersubjetividad y campo altero-céntrico
¿Cómo solventar este “síncope ontológico” del hombre contemporáneo, esta falta de conocimiento y compromiso con el otro? Para algunos movimientos sociales actuales una posible solución es la utilización del llamado lenguaje incluyente que busca, en primera instancia visibilizar a ciertos sectores sociales, dignificar a otros y, en algunos casos, homogeneizar, o al menos matizar las diferencias de género. Se ha propuesto —obviamente en las lenguas en las que es posible—, un cambio gramatical utilizando notaciones simbólicas. Estas modificaciones sobre la lengua, según tal postura, posibilitarán también un cambio en la realidad de los hablantes y en la concepción que éstos tienen de la sociedad y el mundo.
Esta propuesta retoma dos vertientes, cuya conjunción es más bien contradictoria. Por un lado, el objetivo es utilizar un lenguaje incluyente, si bien no que universalice, sí al menos que desdibuje o suavice las diferencias. Por otro lado, se apoya en la hipótesis más general del relativismo lingüístico y de la teoría Sapir-Whorf: la lengua y sus unidades moldean formas de pensar, entender y vivir el mundo, y de ahí la riqueza y diversidad de las lenguas y las sociedades y la necesidad de respetarlas y preservarlas. Entonces, en la búsqueda de maneras de hablar “políticamente correctas” hay algo que se puede perder. Además, la experiencia nos ha enseñado que en muchas sociedades hay una contradicción entre el uso de la lengua y la vida social. Entonces, los fundamentos deben ser repensados:
Las refutaciones del relativismo, lejos de constituir una pérdida, establecen una base de conocimiento de carácter universalista que de ningún modo niega la diversidad y que es, a mi juicio, científicamente más productiva e ideológicamente más sana de lo que habría resultado la hipótesis en caso de haber sido probada alguna vez (Reynoso, 2017: 3).
Y, citando a Astington & Baird (2005), el propio autor continúa:
Dichas refutaciones tampoco demuestran que el lenguaje no tiene ninguna incidencia en el pensamiento, en la percepción, en la cultura o en la práctica, sino que establecen que debemos redefinir primero buena parte de nuestro aparato conceptual, describir más claramente los hechos que adoptamos como punto de partida y resignarnos…
Nos queda, también, reflexionar justamente en esa resignificación dentro —o a partir de— los diversos dominios sociales en los que estas propuestas han adquirido sus diferentes formas y comprobar su eficacia.
Siendo así, el sujeto religioso, dentro de su ámbito, ha propuesto una posible aproximación a la otredad, de larga data: subvertir el campo ego-céntrico, destruir la identidad subjetiva, abrir la interioridad. “Aquel que pierda su vida la encontrará”; esta frase de Cristo indica la necesidad de despojarse de la vida común del hombre, eliminar de alguna manera el yo, pues éste estorba si lo que se quiere —según el sujeto religioso— es encontrarse con Dios. Este desmantelamiento del campo ego-céntrico es un verdadero giro copernicano.
Una de las actividades más importante a este fin, dentro del ámbito religioso cristiano, ha sido el ascetismo. El ascetismo es un proceso gradual de actos voluntarios y sistematizados, es decir programados, encaminados a la unión del alma humana con Dios. En este proceso, la primera etapa es la de alejar el yo de sus determinaciones más inmediatas (vivir en familia o comunidad, tener libertad, poseer bienes materiales, ejercer la sexualidad) en beneficio de enfocar el interés en otro. Posteriormente, el hombre niega otras determinaciones del yo, el entendimiento, la voluntad y la memoria, es decir, todo lo que el hombre sabe, desea y recuerda. El hombre queda, finalmente, vacío de todo aquello que es, que lo hace ser.
Observamos entonces, que el hombre se despoja —y posteriormente transforma— todo aquello que le da identidad, todo lo que constituye su yo y da certeza a su existencia. Todas las determinaciones singulares del yo quedan suspendidas.
Después de esta etapa de negación del yo y de todo aquello que le da identidad, el hombre religioso emprende obras. Es el llamado estado teopático (o matrimonio espiritual) que le permite al religioso volver al mundo y reconciliarse con él. Una vez que el ego ha sido desmantelado surge la focalización sobre el otro. La obra es un movimiento del yo hacia el otro, movimiento que no retorna más. La obra exige una generosidad radical e implica ingratitud por parte del otro. Es un acto gratuito pero sin gratitud. Según Lévinas (2005: 52), de la obra dirigida al otro deriva la palabra liturgia. Las obras provienen de un sujeto pleno, satisfecho, independiente y que ya no necesita nada más. Es por eso que puede y quiere reconocer las necesidades de otro, las necesidades de un tú.
Tal parece que una consecuencia lógica a este desmantelamiento del ego es el singular uso del habla que hace el sujeto religioso, las diversas obras y el afecto de la piedad. Como hemos visto anteriormente, el habla característica de Occidente es poner en primera posición al ego, así surge en la mayoría de las lenguas la primera persona del singular: yo. Sabemos que, en otras lenguas, por ejemplo el sánscrito, la primera persona es el equivalente a él/ellos y la última es nuestra primera persona. En el yucaguir siberiano se fusionan la primera y la segunda (Benveniste, 2007: 161).5 En otras lenguas se antepone lo que para nosotros es la segunda persona: tú. Todas las lenguas, más allá de cómo jerarquicen los pronombres, utilizan necesariamente la persona. Ahora bien, algunas lenguas la omiten deliberadamente, la evitan o la sustituyen.
Para algunos filósofos y religiosos, “hablar a la segunda persona [es] preguntarse o inquietarse por su salud” (Lévinas, 2005: 14). Para Buber (2005), el sujeto humano se enfrenta a un mundo doble, o a una doble relación yo/ello, yo/tú. Estas relaciones fundan un modo de existencia pues cuando se utiliza una palabra se entra y se instala en ella. Utilizar el pronombre tú no quiere decir percibir una alteridad y conocerla o reconocerla, no es considerarlo como interlocutor, ni como posibilidad de redirección —es decir como acto intencional hacia el yo. Articular la palabra tú es sólo sonido y no quiere decir casi nada.
Decir verdaderamente tú implica no mediación y ninguna finalidad, es considerar al tú como “existencia individualizada, autónoma, única y erguida […] entonces la persona puede actuar, puede ayudar, sanar, educar, elevar, liberar”. Para Buber (2005: 21), esto es “habitar en el amor”, y ofrece el ejemplo del lenguaje de algunas culturas primitivas o tradicionales en las que hay pocas posesiones materiales y lo más importante son los actos presenciales y la relación con los otros. Eso se constata en una entrevista a un tuareg que circula en redes sociales “Allí, cada pequeña cosa proporciona felicidad. Cada roce es valioso. ¡Sentimos una enorme alegría por el simple hecho de tocarnos, de estar juntos! Allí nadie sueña con llegar a ser, ¡porque cada uno ya es!”.6
Ahora bien, todo hombre en algún y tal vez efímero momento ha querido propiciar un encuentro con el tú, sin arbitrariedad. Francisco de Asís, en el siglo XIII en su Cántico a las criaturas utilizaba una manera diferente de referirse al tú, mediante un sustantivo en el que podía mirar al tú en su diversidad, en los otros humanos, en los animales y en la naturaleza. Ese sustantivo era la palabra hermano.
Hemos dicho anteriormente que el sujeto religioso, mediante cierta esfera de acción, logra desmantelar el yo, que no es otra cosa que la expresión de un campo ego-céntrico. Después de la ascesis el sujeto queda vacío y es, en ese sentido, que puede concentrarse en el otro, mediante la búsqueda y el encuentro con un verdadero tú y mediante las obras dedicadas e inspiradas en esa segunda persona, que para el religioso es, más bien, la primera.
Otra forma de reconocer al otro, reconocer sus necesidades, es por medio de su rostro, mejor dicho, de la desnudez y orfandad del rostro —ese fue el objetivo de uno de los performances de Marina Abramovic (2010)— y del cuerpo, de ese aparente objeto entre tantos del mundo.
El ascetismo se basa en la dualidad cuerpo-alma, y se encamina a negar todas las determinaciones del ego; el cuerpo es una de ellas. El cuerpo juega un papel muy importante y problemático dentro del cristianismo, pues es una posibilidad de establecer transferencia o analogía con el cuerpo de Cristo, pero es también lugar donde se pueden generar los pecados. La imitatio Christi, por ejemplo, tiene como objetivo la comprensión del comportamiento corporal del otro, su corporalidad viva y doliente. Esto lleva a la endopatía, a la comprensión de los estados afectivos ligados a la corporalidad.
En el ascetismo se busca abolir la aprehensión analógica con todos los demás cuerpos para que sólo quede la que se establece con Cristo, y establecer así, una intersubjetividad anímica por sobre la corporal.
El cuerpo es, así, un campo abierto y vulnerable, sincero, entregado (Lévinas, 2005: 124). El hombre atribuye al cuerpo de Cristo su propia capacidad de sentir, sufrir y morir. El cuerpo de Cristo ha experimentado el mundo al mismo tiempo que ha sido un objeto en el mundo, ha sido perceptible y perceptor al mismo tiempo, como cualquier otro cuerpo humano.
Para Husserl (2004), este mecanismo, que él llama transferencia aperceptiva, es fundamental para la constitución de un ego trascendental, es principio de la intersubjetividad, identificación del yo con el otro.
La transferencia se acompaña de otro mecanismo: lo que el otro cuerpo siente lo puede sentir el cuerpo propio (o lo ha sentido ya y entonces reconoce ese sentir). Se establece, así, una analogía (Husserl, 2004: § 50). De esta manera, hombre y divinidad encarnada crean una parificación, es decir, se vuelven pares en el sentir. Esta parificación no se limita por supuesto a un solo hombre, se extiende a la pluralidad, en este caso, a los cuerpos de los hombres individuales que conforman la comunidad cristiana (Husserl, 1992: 78).
Esta transferencia y asimilación es muy clara en la imitatio Christi7 que prescribe “el deleite en las llagas del cuerpo de Cristo, el refugio en sus heridas y probar un poco de su inflamado amor”. En consecuencia, la imitación es “tomar la cruz y seguir a Jesús en sus sufrimientos”, sacrificio que él hizo como símbolo de una nueva alianza entre Dios y el hombre y que el hombre tiene que hacer por el perdón de sus propios pecados. El hombre no sólo busca sentir como Cristo y reconocer que Cristo ha vivido y sentido como cualquier humano, busca también, como él, triunfar sobre el cuerpo y reconocerse en la divinidad.
Los mecanismos de transferencia y analogía fueron el recurso más utilizado para instaurar el cuerpo de Cristo como objeto de culto y devoción y despertar en los creyentes sentimientos tales como la compasión y la piedad.
Cierre
Hemos visto hasta aquí, que el sujeto religioso es una especificidad figurativa (acciones y objetos de valor) del sujeto como principio activo y como función. El sujeto religioso, que podemos vislumbrar en innumerables textos —de los cuales por supuesto hace falta un profuso análisis—, lleva a cabo una acción fundamental, re-ligarse a Dios y, sobre todo, re-ligarse al mundo, a los otros y al tú.
Y si el hombre común —sobre todo el de nuestra contemporaneidad— habla y se dirige hacia los otros desde un campo ego-céntrico, desde donde se controlan los actos y a donde converge el mundo, el sujeto religioso propicia y estructura, por el contrario, un campo altero-céntrico. Ahora bien, tal vez tendremos que aceptar que ese desplazamiento no es real, sino intencional y que podría quedarse, como dice Reynoso (2017), en un mero intento de evangelizadores y ONG con buenas intenciones.
En el campo altero-céntrico es el otro el punto de partida y confluencia del mundo y de la experiencia y es una cuestión más de reconocer, darle su lugar y ajustarse a él. Se nos abre en este punto una veta: determinar en esa alteridad en la que el tú es fundamental, el papel del otro, de lo otro y del Otro. Figuras todas de la alteridad misma.
Finalmente, podemos decir que el sujeto religioso se re-liga a los otros y a Dios mediante la diversificación de esa acción fundamental, en tres: desmantelar el yo, establecer una manera singular de hablar mediante los términos yo/tú y otros sustantivos y finalmente, apiadándose del rostro y el cuerpo del otro o del tú. Estas tres estrategias estarían encaminadas a una plena intersubjetividad que sería el fundamento de un verdadero humanismo que para Lévinas (2005: 82) consiste en “ir hacia los otros que se encuentran en la huella de la eleidad”.