Introducción
Sin ser necesariamente tratadas por sí mismas, las nociones de sujeto y subjetividad se encuentran, en las ciencias humanas, en el centro de todos los debates. Consideremos los últimos cincuenta años. Las múltiples perspectivas, en particular lingüísticas o semióticas, de las que éstas nociones se benefician, han pautado los grandes desarrollos del pensamiento: entre la desaparición del sujeto (humanista), bajo el efecto de la preferencia, dada por los estructuralistas, hacia el modelo lingüístico fundado científicamente, y su reintroducción en la década de 1970; entre su descentralización, división y pluralización polifónica y dialógica, cuando el sujeto es atravesado por el decir —las voces— (del) Otro y su reunificación o su concentración en torno a un dominio de decir ilusorio; entre el sujeto subjetivista y el sujeto social e historizado; entre el sujeto cognitivo y el sujeto sensible; entre el sujeto constituido y el sujeto constituyente, individual o transindividual, es decir, tomado en un flujo o una génesis. A todo lo anterior hay que agregarle al menos el sujeto post-humano, cuya realidad es la del cuerpo aumentado.1
¿En qué medida los contornos de la noción de sujeto están distendidos al grado de perder su agudeza? Más que nunca, la noción de sujeto, que debe articularse junto con la de subjetividad, merece ser nuevamente cuestionada. Adoptando la perspectiva de la enunciación, desde el doble punto de vista teórico y metodológico de la semiótica y de la lingüística, a lo que apuntamos es, a largo plazo, al sujeto de enunciación. A partir de este punto de vista, podemos plantear de inicio algunas dicotomías que fueron declaradas prometedoras o que fueron puestas en tela de juicio: sujeto/objeto, subjetividad/objetividad, subjetividad/intersubjetividad…
Nuestro objetivo, en este estudio, es cuestionar nuevamente dichas dicotomías y rebasar las escisiones para privilegiar modulaciones más finas. De esta manera, deseamos lograr una redefinición del sujeto, cuya existencia puede ser constatada a posteriori (Fontanille, 2014). Pero esto no bastará. De manera más precisa, nuestra hipótesis es que la noción de sujeto se enriquece cuando éste es definido a partir de varios regímenes de subjetividad que marcan su génesis. A este respecto, hablaremos de instancias de enunciación, y distinguiremos las dimensiones participante, subjetal y subjetiva.
Un campo de preguntas toma forma e inspira una reflexión que se desarrollará en tres tiempos.
Comenzaremos por la dimensión subjetiva. ¿Cuál es, entonces, la imagen de la instancia de enunciación que las marcas enunciativas, las cuales le confieren una existencia textual, dibujan en hueco? Mostraremos que un pensamiento de la marca (enunciación enunciada) renovada nos invita a interrogar nuevamente la noción de expresividad, que muy a menudo hacemos entrar en la definición misma de subjetividad sin ninguna otra forma de problematización.
Continuaremos con las dimensiones participante y subjetal, junto con la dimensión subjetiva, siendo nuestro propósito mostrar que estas tres dimensiones entran en la definición de la noción de sujeto. En este caso, ¿en qué medida la semiótica subjetal de Jean-Claude Coquet, la semiótica tensiva desarrollada por Claude Zilberberg y Jacques Fontanille, la semiótica del cuerpo de Jacques Fontanille y la semiótica de la percepción de Jean-François Bordron pueden proporcionarnos las herramientas necesarias para capturar el devenir —la génesis— de la instancia de enunciación? Desarrollaremos la idea de que en función de los estratos de organización del sentido que se tomen en consideración, la subjetividad es más o menos participante, subjetal o subjetiva. Propondremos la construcción de la noción de sujeto de enunciación a partir de esta tripartición.
Finalmente, sabemos desde Benveniste que el sujeto se enuncia enunciando. Así, veremos, en la última parte, que la definición del sujeto sería imperfecta si no integrara la idea de la reflexividad. Habrá que precisar los contornos de la noción de sujeto en relación con modelizaciones internas a las semióticas-objetos consideradas. Apuntaremos a cinco configuraciones textuales: singular, genérica, idiolectal, estilística y textural. Nuestro objetivo es hacerlas corresponder con diferentes figuras textuales del sujeto.
1. Subjetividad y expresividad: de la marca a la huella y a la impronta
Sabemos que al hablar de subjetividad en el lenguaje, Kerbrat-Orecchioni (1999: 36) reivindica la herencia de Benveniste. Según esta autora, la subjetividad sigue siendo de difícil aprehensión, en primer lugar debido a una ambigüedad fundamental: no nos queda más que poner nuevamente a prueba la frontera entre subjetividad y objetividad, distinguiendo la subjetividad deíctica, que recubre una parte de objetividad, y la subjetividad afectiva o evaluativa (Kerbrat-Orecchioni, 1999: 165).
El manejo de la noción de subjetividad es un poco arduo por otra razón. Ono (2007: 141) constata una oscilación entre tres instancias de la subjetividad en Benveniste. En primer lugar, la subjetividad en la lengua (y en el lenguaje) que remite al sujeto en un sentido lógico-sintáctico. Luego, esta otra instancia de la subjetividad que concierne a la formación del sujeto hablando en el lenguaje. Finalmente, Ono evoca la subjetividad fuera del lenguaje (Benveniste, 1966: 263) que cristaliza la pareja locutor vs. sujeto. “El locutor no es el sujeto”, concluye (Benveniste, 1966: 165); es anterior al sujeto y “es el lenguaje el que crea las condiciones de la subjetivación del locutor”. Es en el lenguaje que el locutor se apropia del aparato sui-referencial proporcionado por la lengua, constituyéndose como sujeto (Benveniste, 1966: 165). “La ‘subjetividad’ […] es la capacidad del locutor de plantearse como ‘sujeto’”, escribe Benveniste (2001: 180), y prosigue en estos términos: “Es ‘ego’ quien dice ‘ego’”. Ahí encontramos el fundamento de la subjetividad, que se determina a partir del estatuto lingüístico de la persona. Por consiguiente, es ahora posible identificar una subjetividad, acontecimiento o experiencia, que perdura más allá del acto de enunciación, mediante la enunciación del tú que suscita.
Consideremos aquí la formación del sujeto en la lengua o, mejor aún, su instauración mediante las marcas y las huellas que le confieren una forma de presencia textual. A este respecto, retomaremos el debate a partir de la noción de expresividad en Bally (1905). En efecto, detectamos en este autor las premisas de la triple caracterización de la subjetividad como movimiento y descarga corporal, como instauración a través del acto de habla y la inscripción textual, y como transindividualización a través del decir colectivo. Así, al mismo tiempo que tomamos en consideración un cierto grado de aproximación en las formulaciones, grado que hace que la categoría de la expresión tamice con ella los términos sentimiento, afectividad, sensibilidad, emoción (Combe, 2006: 56), debemos ser sensibles a la existencia de un lenguaje subjetivo o afectivo (Bally, 1905: 128), que atestigua una “sensibilidad primera que domina la razón; la pasión, los movimientos irresistibles de los deseos descontrolados son más fuertes que la reflexión y la voluntad” (Bally, 1905: 129).2
La subjetividad está, por ende, vinculada con la idea de una fuente originaria así como de un arrebato que afecta incluso a las construcciones sintácticas mismas. Jean-Claude Coquet subraya su importancia en los escritos de Benveniste: la instancia de enunciación va hacia adelante, se proyecta hacia, en fin, toma forma poco a poco en el proceso de la escritura y en la dinámica de la semiosis. De ahí la idea de la huella subjetiva que se distingue de la marca debido a su carácter siempre temporal, inacabado y cambiante; está sometida a la desaparición. Según una concepción derridiana, en sentido amplio, la existencia de la huella se resume a este momento de repetibilidad que une retenciones y protensiones. Diremos que, más que confirmar la anterioridad del gesto de enunciación, las huellas se conciben aquí como lugares de encarnación de una dinámica textual indisociables de la materialidad de la sustancia. Intersticial, la huella tiende a la vez hacia lo que ya no es y hacia lo que aún no es, al mismo tiempo que es una huella memorial. En este sentido, da cuenta de una toma de posición liminar, que es del orden del proto-embrague y consiste, según Bertrand (2005: 180), en “dar lengua y sentido a una instancia anterior, más originaria, más ‘genitiva’, permaneciendo lo más cerca posible tanto del engendramiento como de la presencia corporal a partir de la impresión sensible”.
La huella atestigua el momento frágil en el que una palabra se esboza, antes de la entrada en el lenguaje simbólico, con su armadura sintáctica y su lógica de dependencia. Este momento sería el de las “pre-lenguas” (avant-langues), el de las “lenguas inacabadas —hechas a medias, abandonadas a la mitad del camino, (o mucho antes)”, según Henri Michaux (1999).3 Diremos que, aun cuando conservan una parte de misterio, afloran por fragmentos: de la manera más inmediata, sin duda, a través de la interjección o la palabra altisonante, esta descarga emotiva de la que habla Benveniste, que Coquet (2007) atribuye al no sujeto. “Una fuerza irresistible está trabajando […] Es el caso del grito como huella producida por esta fuerza irreprimible que llamo tercio inmanente” (Coquet, 2016: 75). La onomatopeya se encuentra cerca, si bien da cuenta de otra forma de expresividad, ya no patética, según la expresión de Dominique Legallois y Jacques François (2012), sino mimésica (fundada sobre la expresión de una evidencia).5 De lo anterior, deriva una complejización de la subjetividad (expresiva) y la idea de una tipología que vuelve a cuestionar la ecuación, desde la perspectiva de Kerbrat-Orecchioni (1999), entre subjetividad, afectividad y evaluación.
En todo caso, la subjetividad se apodera del enunciado al imprimir huellas en él. Es en este sentido que Coquet (2016: 67) puede observar “del lado de la fenomenología del lenguaje: huella, enunciación, el decir” y “del lado de la filosofía del lenguaje: signo, enunciado, dicho”. Opondremos el régimen de sentido de la presentación (huella) al de la representación (signo, marca), el régimen del expresar al del decir (asertivo) o, mejor aún, del ser dicho. El pasaje entre estos regímenes merece entonces ser pensado en términos de actualización. Para decirlo con Gustave Guillaume ([1929] 1970), a través de formas nominales del verbo o de los participios, podemos remontar hacia esta temporalidad originaria que es la de la primera cronotesis, antes de la emergencia de la categoría de la persona (la constitución de un sujeto temporal). O bien, siguiendo esta vez a los praxemáticos (Détrie, Siblot & Verine, 2001), se nos dan los medios para dar cuenta de la subjetivación como proceso ritmado por capturas liminar, emergente y plenamente realizada: como emergencia de la subjetividad textual y tensión hacia la figura estabilizada del sujeto instancia de juicio. En este sentido, la subjetividad expresiva puede referirse a un estadio anterior al acto tético que ya es objetivante. Incluso cuando Coquet (2016: 85) cita a Cézanne a propósito de la diferencia entre el predicado cognitivo y el predicado somático (“Los falsos pintores no ven este árbol, su rostro, este perro, sino el árbol, el rostro, el perro […] No ven nada…”), la praxemática nos enseña que el determinante demostrativo está relacionado con la tercera topotesis (“imagen de realidad acabada”) (cit. por Détrie, Siblot & Verine, 2001: 331).
Consideremos un poema extraído de Par des traits de Michaux, (1999):5
Gestos más que signos
partidas
Despertar
otros despertares
MEDIANTE TRAZOS
Acercar, explorar mediante trazos
Aterrizar mediante trazos
expandir
alterar mediante trazos
suscitar erigir
despejar mediante trazos
A lo que Michaux apuntó, por ejemplo a través de los verbos en infinitivo, es al gesto antetético, cuando la percepción se prepara, antes de cualquier fijación o discontinuidad. Es una escritura directa a través de trazos relacionados con una cierta inmediatez o impulsividad. Ahí reside, así lo creemos, el campo del despliegue privilegiado de la subjetividad expresiva. Remontamos hacia este estrato anterior al signo simbólico en donde toma forma el gesto necesariamente anclado en lo sensible, corporalizado y asociado a una procesualidad.
Las huellas textuales mismas se encuentran en competencia con las improntas: mientras que las primeras tejen juntas retenciones y protensiones y, reenviándose las unas a las otras, esbozan una suerte de organización, las improntas textuales son meramente puntuales. Traducen el surgimiento puro en el instante, al exhibir su origen corporal. Así, las cursivas en el texto hacen ver el gesto de la mano que traza letras en un soporte, aun cuando la conversión tipográfica multiplica las mediaciones (Eco, 1978: 157). Recordemos, por ejemplo, cómo Julien Gracq (1977), al usar la cursiva en su obra André Breton, dice lo energético de la palabra, el acontecimiento del sentido en relación con lógicas implicativas y concesivas, tensiones ascendentes y descendentes, la acumulación de la energía en la palabra que estalla y el gasto de la energía negociada en el movimiento de la frase. Y así, observa:
[…] no sólo la palabra subrayada [en cursiva] se incorpora en adelante estrechamente a la frase que ella irradia en todo momento, ella sola le confiere su sentido superior y su fin, sino que también representa el pasaje de un influjo galvánico, de una sacudida nerviosa que la vivifica y la transfigura, es portadora en todos los caracteres de una verdadera sublimación (Gracq, 1977: 185).6
Al mismo tiempo, quedarse ahí equivaldría a acreditar la idea de una separación neta entre subjetividad expresiva y racional o evolutiva,7 idea que el propio Bally (1909: 288) combate: “Sin duda, los sujetos hablantes, tomados por separado, son intelectuales o afectivos en grados muy variables”. De igual forma, afirma que el “sistema expresivo” está constituido “en proporción variable, por elementos intelectuales y elementos afectivos”, por marcas, huellas e improntas. Coquet (2016: 66) lo confirma, a su manera, cuando identifica los “dos modos de escritura”, distinguiendo entre una escritura signo y una escritura huella. Tal vez a la subjetividad expresiva se le confiera un estatuto más fundamental de sustrato, de capa profunda, que se traduce por coloraciones (afectiva, intelectual, evaluativa) textuales diferentes y que, según las dosificaciones, concierne a la vez al no sujeto, al casi sujeto y al sujeto, según Coquet (2007). “Lo que precisamente muestra su carácter intrincado, es el hecho de que la interjección o la grosería, por ejemplo, estas fórmulas ritualizadas, llevan la marca de la cultura y del logos compartido” (Coquet, 2016: 74). Lo que implica de inmediato rebatir la idea de una subjetividad expresiva que sería (únicamente) afectiva y singularizante o individualizante. Finalmente, para dar cuenta del devenir textual del sujeto, es necesario rebasar la oposición entre subjetividad y objetividad (Kerbrat-Orecchioni, 1999).
Para resumir, consideramos que los tipos de expresividad: patético, mimésico, y ético (Legallois y François, s/f) son definitorios de la subjetividad que reviste un enunciado o un texto. Llamamos régimen de la subjetividad subjetiva el que se traduce por marcas, huellas o improntas textuales, subjetivas u objetivas.
Veremos ahora que si observamos el proceso de la subjetivación ―de la génesis del sujeto—, desde los primeros posicionamientos, cuando hay algo, hasta el desembrague que acaba con la producción simbólica de semióticas-objetos, es posible detectar otros dos regímenes: el de la subjetividad participante y el de la subjetividad subjetal.
2. La génesis del sujeto
Podemos analizar la subjetividad participante por medio del estrato de organización del sentido indicial (Bordron, 2011). Ella corresponde entonces a este presentimiento, todavía confuso, de que hay algo, por debajo de cualquier percepción por discretización de un contenido, y de cualquier reconocimiento. Recordemos a Lyotard (1988: 93), quien, a partir de otro horizonte teórico, postula que la pintura (en este caso la de Newman) inaugura un mundo sensible. Escribe que “el inicio es que hay […] (quod) […] ‘hay’ ante cualquier significación de lo que hay” (Lyotard, 1988: 97). El “¡Ah!” de la sorpresa traduce el “sentimiento de: he aquí” (Lyotard, 1988: 91). Sin duda, no podemos ir más lejos, si el hay o el he aquí, inaugural, tiene el sentido de aparece, antes de que aparezca cualquier cosa antes o para mí. Y esto antes de todo acto tético, lo cual ya es objetivación y puesta a distancia. Mejor aún, la subjetividad participante toma al menos la forma del cuestionamiento (Bordron, 2011) que una instancia, todavía impersonal, plantea al mundo, simplemente entrevisto, y que ese mundo plantea a esta instancia, aún en ciernes, que se constituye en el gesto mismo de la proyección hacia un algo. Se trata de una primera participación, todavía íntima, cuando una instancia sale apenas de la inherencia de sí misma. La del Cogito tácito para quien Merleau-Ponty (1945: 463, cit. por Kristensen, 2010: 121), “ya no merece casi el nombre de Cogito: sólo es una mera captura global e inarticulada del mundo, como la del niño con su primer soplo”. En otras palabras, la apuesta es la de la esencia de la subjetividad.
Según los marcos teóricos, esta interacción tenue puede ser descrita de maneras muy distintas. Una de las más convincentes es la que proporciona la semiótica del cuerpo, de Fontanille (2017). Es la doble figura de la carne móvil (o en movimiento) y de la envoltura corporal que permite dar cuenta de una unificación por síntesis polisensorial gracias a la sensorio-motricidad, y por síntesis de las solicitaciones polisensoriales de superficie, al punto de contacto, precisamente, con el mundo que aparece, “bajo sus aspectos” (Fontanille, 2017: 103, 104). Pensamos que es a través de la participación, es decir a través de una interacción mínima, que este algo y la instancia corporal —el cuerpo actante- toman forma, por debajo de la percepción propiamente dicha en la que, para Merleau-Ponty, el yo vive la experiencia del mundo para mí. Antes, pues, que las morfologías objetivas de las cosas puedan ser aprehendidas. Aún estamos en esta etapa en la que se ejercen fuerzas, entre atracción y resistencia. Antes, pues, del desembrague por conversión de la envoltura en soporte de la enunciación, que da origen a la impronta, a la huella o a la marca textuales.
La subjetividad participante supone una fuerza que se despliega y que encuentra una resistencia. De esta manera, nos parece relacionada con la emergencia de figuras, la del cuerpo actante carne en movimiento y envoltura corporal que administra los contactos transitivos de superficie con otros cuerpos actantes presentidos (Fontanille, 2017). Las modalidades de la subjetividad participante están relacionadas con una forma liminar de (auto-)organización que Fontanille (2014) aborda bajo un doble ángulo: la experiencia primaria comporta una reflexión, a través del principio de la auto-afección (“existir procura el sentimiento de existir”) y de una exploración del afecto reflexivo, una “sobredeterminación espacial y temporal”. Ésta se saldará a favor de una o varias transposiciones sustanciales, por la producción de semióticas objetos.
De ahí, en este primer momento de la génesis de la instancia enunciante, la emergencia de formas o, mejor dicho de proto-formas, cuya dunamis y energeia, según Aristóteles, vienen a mostrar la unidad con la materia. Ellas están necesariamente encarnadas. Acogen esquematizaciones sensibles que vuelven a desplegar en el movimiento de la experiencia un anclaje en el tiempo y en el espacio, intuiciones, formas de la imaginación, proto-semiosis que emergen al contacto de un entorno que no sólo sería el biológico, sino un entorno ya socializado. La subjetividad “participante” prefigura así estilos experienciales, los cuales sustentan la actividad perceptiva: la inscripción en el tiempo y en el espacio según los regímenes de la versatilidad, de la innovación, de la perseverancia, de la constancia; la relación con el otro según los regímenes del aislamiento, de la individualización, de la colaboración, de la colectivización (espacio topológico de las relaciones) (Colas-Blaise, 2012).
Pasemos a la actividad perceptiva: ella pone en marcha, a nuestro modo de ver, una subjetividad llamada subjetal. Según Bordron (2011), la iconización hace que antes de la cofundación de un sujeto y de un objeto, es decir en una etapa ante-subjetiva y ante-objetiva, una instancia sensible y percibiente vive la experiencia del tiempo y del espacio, y proyecta la sombra de una deixis. Se esboza una relación entre elementos, así como una junción. Esta junción presupone una actividad de umbral, es decir de discretización de un continuo, y también de identificación de cualidades translocales y de agrupación (Grupo μ, 2015: 84).
Entonces, dos puntos merecen una consideración particular. En primer lugar, las nociones de exterocepción, de propiocepción y de interocepción permiten que avance el debate. Pero ¿hay que contemplar únicamente la reducción de la exteroceptividad a la interoceptividad mediante el cuerpo, o sería mejor considerar una interacción mediada por lo propioceptivo, de tal suerte que la percepción, a la vez sensible y cognitiva, sea ella misma modulada por las formas icónicas de la praxis enunciativa? (Fontanille, 2014). Podemos dar un paso más. Las categorías que Bordron (2011) asocia al ícono puro invitan a dar cuenta de un conjunto —de una morfología— en el que se unen tres relaciones: de cantidad (materia), con una densidad y una disposición (textura, flexibilidad, rugosidad) y una fuerza; de calidad (intensidad), con una dominante, aquí cromática, una saturación, una intensidad; de relación (forma), a través de una extensión espacial y/o temporal, un límite y una dirección. Proponemos, de nuestra parte, que todo contenido es él mismo encarnado, corporalizado y, por ende, perceptible y asible por los sentidos. La génesis del sentido tiene un fundamento materialista (Grupo μ, 2015: 8). ¿Hablaremos entonces de pensamiento concreto ya socializado, incluso ya culturalizado,8 si admitimos que está marcado por el sello de la praxis enunciativa?9
Para resumir: las nociones de subjetividad participante y de subjetividad subjetal permiten dar cuenta de las modalidades de la interacción de una instancia enunciante, sensible y percibiente, con su entorno. Estas nociones pueden, así, caracterizar dos etapas fundamentales de la semiogénesis, antes que las categorías lingüísticas, las reglas y los agenciamientos vinculados con los lenguajes simbólicos hagan posible la objetivación de las semióticas objeto que fundan la existencia del sujeto de enunciación.
3. Subjetividad “subjetiva” y sujeto de enunciación
Diremos que el sujeto de enunciación que se constituye a lo largo de las etapas de la semiogénesis está caracterizado por la subjetividad participante que se vierte en la subjetividad subjetal, la cual se encuentra cobijada por la subjetividad subjetiva. En virtud de esta dimensión integrativa, esta última entra directamente en la definición del sujeto de enunciación que pone en marcha una morfodinámica: entre formas de lenguaje concurrentes que se relevan las unas a las otras y que emergen otra vez, entre estabilizaciones del sentido y desestabilizaciones, dicha dimensión puede desembocar en la producción de semióticas objeto.
Pero hay más. Es necesario que la práctica enunciativa se complemente con la mirada reflexiva de quien se implique en construcciones de sentido, ya sea adhiriéndose a ella, como en inmersión, ya sea alejándose, al grado de retornar a veces, al proceso de construcción y comentarlo.10 “Existir procura el sentimiento de existir, y practicar procura el sentimiento de practicar”, afirma Fontanille (2014) refiriéndose a la reflexión originaria, la cual también es una auto-afección. La subjetividad subjetiva, que pasa por el lenguaje y endosa una dimensión reflexiva, entra así directamente en la definición del sujeto de enunciación.
Más allá de las marcas, huellas e improntas, localizadas o difusas, podemos considerar al menos cinco formas de organización de tipo textual que confieren al sujeto de enunciación una presencia textual. Siguiendo los principios de la semiótica tensiva (Fontanille y Zilberberg, 2004), podemos reunirlas en una modelización tensiva que da cuenta de las correlaciones entre dos gradientes: el de la intensidad y el de la extensidad, de lo sensible y de lo inteligible, de la tonicidad y de la inscripción en el tiempo y en el espacio. Asociamos así cinco tipos de configuraciones textuales (singular, genérica, idiolectal, estilística, textural) con cinco figuras textuales del sujeto.
En primer lugar, las configuraciones genéricas, provistas de una identidad discursiva fuerte, de rango amplio, se benefician de grados elevados en el eje de la extensidad inteligible y del anclaje en el espacio y el tiempo, y de grados bajos en el eje de la intensidad sensible (innovación).
Por el contrario, las configuraciones idiolectales se caracterizan por el surgimiento de la novedad sensible (grados de intensidad elevados) en el momento (grados de extensidad inteligible y grados de inscripción en el espacio y en el tiempo bajos).
Luego, en la medida en que el estilo, a pesar de su poder de renovación, incluso de subversión de prácticas genéricas, está determinado por las praxis socioculturales, ocupa una posición media, combinando grados medios en el eje de la intensidad sensible con grados medios en el eje de la extensidad inteligible (movimiento tensivo descendente), el acontecimiento de sentido pierde fuerza, según Zilberberg (2016).
Finalmente, la textura conjuga al mismo tiempo la fuerza del surgimiento (grados elevados en el eje de la intensidad) y un grado seguro de persistencia en el espacio y el tiempo (grados elevados en el eje de la extensidad). Da lugar a la emergencia de una figura textual del sujeto específico. Inspirándonos en Ingold (2013), utilizamos aquí la palabra textura para remitir a un modo específico de organización textual, diferente del género o del estilo: el texto está producido por trayectos, tejidos y mallas, líneas que se entrecruzan, que pueden ser irregulares.11
Dentro de los límites de este artículo, concentrémonos en la textura textual. Siguiendo a Ingold (2013: 84), consideramos que el gesto de creación está en la base de la transformación de hilos (de líneas prototípicas) en huellas; las cuales están implicadas en la constitución de superficies tales como la del texto.
La noción de textura nos permite insistir en la fabricación, es decir el hacer que involucra materiales que no estarían dispuestos en un espacio dado por anticipación, sino inventando a este último a través del gesto mismo. Nuestra atención se centra en los entrecruces de hilos y en los entramados (Ingold, 2013) que difieren de las redes en tanto no se trata de unir entre sí puntos preformados, sino de proyectar trayectos significantes. Estos mismos que prefiguran los dibujos de Tony Cragg (Figura 1) preparan el gesto escultural explorando la frontera entre la organicidad de la naturaleza y la producción industrial cuando el artista pide a la materia prima (bronce, vidrio, yeso, madera, piedra…) liberar la forma orgánica o tecnoide. Tomemos el siguiente ejemplo:
Vemos aquí cómo líneas de distinto grosor y distintos matices de negro son lanzadas en movimientos circulares y concéntricos, cómo se entrecruzan, se separan y se vuelven a juntar, como propulsadas hacia adelante por una dinámica interna de autopoiesis. Desde un punto de vista referencial, diremos que figuras vagamente humanas, aéreas, sentadas o paradas, buscando un equilibrio precario, emergen de la profundidad de la imagen, haciendo la experiencia de diferencias de densidad. Lo cual sólo es posible gracias al instrumento, manipulado por una instancia creadora, que interactúa con el papel-soporte: ejerce una presión sobre un soporte material que, a su vez, opone una resistencia.
El estatuto de sujeto de enunciación se decide así en la frontera entre apropiación de la materia prima y desapropiación, las cosas “generándose en parte ellas mismas”, gracias a una “energía auto-propagadora” inherente a la materia.12 Las obras de Tony Cragg hacen ver a un sujeto en devenir, quien es el punto de convergencia de la subjetividad participante (las participaciones que se expresan en texturas textuales), la subjetividad subjetal (la actividad perceptiva en la base de las junciones y disjunciones elementales en donde se esbozan formas humanas) y la subjetividad subjetiva (una instancia que se enuncia a través de la producción de una semiótica-objeto simbólica). En la medida en que el sujeto no sólo enuncia, sino se enuncia (Coquet, 2007), no es tal sino al realizar y al reflexionar un proyecto entre apropiaciones y desapropiaciones. Está actuando, explotando algunas de las posibilidades que se le ofrecen, por ejemplo, mediante las materias primas, y se deja sorprender por su dinámica interna. Al mismo tiempo, dirige hacia su hacer una mirada reflexiva, al proponer formas de organización textuales.
La textura textual es así asociada al movimiento, a las movilidades, al trazo que dejan lugar a la contingencia, al igual que el rizoma de Deleuze y Guattari (1997: 13) en virtud del cual “cualquier punto puede estar conectado con cualquier otro, y debe estarlo”. Al mismo tiempo, consideramos que se trata de una de las formas de organización a través de las cuales un sujeto de enunciación muestra, en el sentido wittgensteiniano del término, e incluso comenta las ramificaciones y los recorridos múltiples de la producción de sentido.
Conclusión
Diremos que si la idea de un sujeto a priori, que preexistiría a la producción de sentido, es rebatida, podemos reconstituir figuras textuales del sujeto diferentes a partir de las configuraciones textuales producidas, es decir, de las organizaciones más o menos socializadas del sentido, que son las singularidades, los géneros, los estilos, los idiolectos y las texturas. Se trata también de ubicar, de manera más fina, las marcas, los trazos y las huellas diseminadas en los textos. Por último, para definir al sujeto, debemos apuntar no sólo a su devenir textual, sino también a su génesis.
De esta manera, hemos sugerido que la tipología de las instancias enunciantes (Coquet, 2007), entre las cuales se encuentra el sujeto judicador, permite definir la subjetividad a partir de las marcas y de los trazos dejados, en particular, mediante tres modos de expresividad: afectivo, mimésico, y ético, en términos de Dominique Legallois y Jacques François. A esto hay que agregar el punto de vista de la génesis del sujeto (subjetivación). El sujeto se erige en punto de junción de tres regímenes de subjetividad tomados en una lógica integrativa: subjetividad participante, subjetividad subjetal y subjetividad subjetiva.
Así, el sujeto puede ser reconstruido a posteriori a partir de significaciones sedimentadas. Pero el sujeto es también esta estructura corporal implicada en una morfodinámica, a través del devenir de las proto-formas, de las formas sensibles y del lenguaje. Es a la vez la instancia sensible y percibiente, carnal y cognitiva que se ve unificada alrededor de varios regímenes de subjetividad, y la instancia que la refleja, constituyéndose en este gesto mismo como una instancia que se siente, que sabe que existe y que, en una última etapa, se enuncia como tal.