1. Economías de la subjetividad, promociones del sujeto
En la tradición disciplinaria encontramos semióticas eminentemente subjetivas y otras que intentan practicar una economía radical de la subjetividad a fin de investigar la profundidad de los textos. Sin embargo, estas posiciones aparentemente antitéticas no sólo han asegurado, tanto una como la otra, contribuciones importantes a los saberes lingüísticos y semióticos, sino que ocultan a veces convergencias o puntos de articulación posibles.
En el fondo, la despsicologización de las instancias semiológicas ha sido la base de la autonomía de la semántica lingüística, aunque la búsqueda de las condiciones de posibilidad del sentido ha llevado a la semiótica a adoptar un segundo plano epistemológico asociado a la fenomenología. Esta última ha intentado contrabalancear, en las constituciones de sentido, el rol del interés temático, vinculado a la intencionalidad subjetiva (constitución top-down), y el reconocimiento de una organización eidético-estructural que emergería del entorno (constitución bottom-up). Así, en la teoría husserliana encontramos, por una parte, la idealidad de los valores y, por otra, su legalidad, lo que revela la interacción indisoluble entre subjetivismo y objetivismo.
Pese a las referencias a Husserl y a Merleau-Ponty, una verdadera conciencia teórica de que existían dos ejes de semantización, top-down y bottom-up, no ha sido diáfana ni muy difundida en semiótica, pese a algunas contribuciones puntuales de Jean-Claude Coquet, de Jean Petitot, del Grupo µ, de Jean-François Bordron y la distinción entre mira y captación que encontramos en Tensión y significación (Fontanille & Zilberberg, 1998).
Por un lado, este relativo desconocimiento se justificaría por la preeminencia, en el debate disciplinario, tanto de la articulación entre significación y comunicación, como de la simetría/asimetría entre enunciación e interpretación. Por el otro, el objeto electivo, el texto, era ya el reflejo de una subjetividad discursiva objetivada, dotada de una intencionalidad inmanente que podía imponerse como parámetro de conmensurabilidad entre las lecturas y los usos históricamente practicados.
El análisis semiótico se afirmó como la posibilidad de suspender el agonismo intersubjetivo de las interpretaciones a fin de a) edificar una ciencia reconstructiva de la significación capaz de garantizar una inteligibilidad de las performances enunciativas e interpretativas y b) explicar su convergencia en tanto que fruto de una serie de mediaciones compartidas. En el fondo, la deontología, al igual que la ética disciplinaria, contemplaba una crítica del sujeto en tanto que árbitro del sentido. De donde se desprenden los conceptos de enunciador, atrapado en las redes de la producción discursiva, y de intérprete, responsable de las condiciones de respeto de la herencia cultural.
Dicho esto, la dualidad semiótica, compartida entre un sujeto discursivo y un sujeto epistemológico, el primero totalmente interno a los efectos de sentido, el otro como instancia responsable de la activación local de las articulaciones significantes, ha conseguido brindar a menudo la sensación de una ambigüedad constitutiva e incluso de una falla en la arquitectura disciplinaria.
Con respecto a la semiótica de los textos de la década de 1970, la integración de las pasiones y de los valores sensibles ha forzado a la semiótica a reconocer progresivamente una instancia enunciativa dotada de un cuerpo (Greimas & Fontanille, 1991; Fontanille, 2004). Acto seguido, la semiótica de las prácticas ha transformado la cuestión de las apreciaciones colectivas, manejable a través de rastros episemióticos y de cristalizaciones de la palabra (normas), en evaluación al mismo tiempo de a) la adecuación de las acciones a las intenciones originarias, ya sea explícitas o implícitas y b) de las finalizaciones ulteriores, aun cuando no hayan sido concebidas por los promotores iniciales.
A partir de esta triangulación de la textualidad con respecto a la semiótica de la percepción y a la semiótica de las prácticas (Basso Fossali, 2002), no quisiéramos brindar la sensación de consecuencias teóricas unívocas y consensuales; bien por el contrario, intentamos poner de relieve una variedad de perspectivas epistemológicas que impiden tratar de manera general la cuestión del sujeto: es necesario cuestionar los roles de las formas de subjetividad a partir de su pertinencia heurística en una teoría específica y en una región de cada teoría. Nos parece crucial precisar que los resultados esperados no están ligados a la posibilidad de subsumir concepciones del sujeto bajo semióticas prototípicas; lo que esperamos demostrar se declina a partir de las tensiones paradójicas y productivas entre las diferentes posiciones epistemológicas.
Desde el momento en que salimos de una modelización abstracta del sujeto epistemológico o discursivo, no encontramos más que formas de problematización de la subjetividad que presentan una fuerte dependencia frente a una cultura de aferencia. Además, el tejido de la subjetividad se realiza mediante pasarelas semióticas que son incapaces de consolidar una plataforma definitiva y autónoma. Por el contrario, la subjetividad emerge en particular allí donde existen vacíos, faltas —cuando debemos demostrar el carácter—, allí donde se encuentran superposiciones de roles —en donde debemos mostrar nuestra personalidad. A menudo, el carácter problemático de la subjetividad se despliega en la interconexión de constituciones de sentido exteriorizadas (imágenes) y externalizadas (dispositivos institucionales).
Para poner a prueba la información es posible limitarse a las máquinas que poseen la capacidad de elaborarla; con el propósito de comprobar el sentido es necesaria una subjetividad. A fin de justificar esta aserción, es imprescindible recordar un punto fundamental: la pluralización de los recorridos de sentido que el individuo debe gestionar. La profundidad de la subjetividad encuentra su instauración a partir del hecho de que cada proceso de semantización se halla desdoblado y acompañado por un imaginario modal que calcula otras trayectorias de significación posibles o que evoca conductas razonables y eficaces del pasado. La subjetividad es entonces un campo activo de significación que puede evaluar sus crisis de autonomía, sus resistencias y sus ambiciones.
2. Configuraciones-sujeto e instancias-sujeto en la organización discursiva
La desontologización de las instancias propia a una semiótica textual es presupuesta como estratégica, a fin de reconocer al mismo tiempo la emergencia local de los efectos de subjetivación del discurso y la pluralización de las atribuciones de subjetividad según las diferentes culturas. Sin embargo, una semiótica de la percepción no puede más que reivindicar un estatuto particular para la experiencia sensorial; ella impone una interacción unívoca entre un cuerpo y un entorno a partir de la cual ejercer una discriminación epistémica fiable entre observaciones e ilusiones.
Dicho esto, las mil máscaras del sujeto discursivo deben vivir con un principio regulador de estabilización: al menos un universo de referencia y una memoria solidaria entre huellas mnémicas y marcas mundanas. Paralelamente, sabemos bien que la estetización del cuerpo y de sus prótesis tecnológicas puede transformar la constitución somática en un proyecto cultural que forme parte de una red más vasta de relaciones entre distintos dominios dotados de regímenes experienciales diferentes.
Con este propósito, la noción forma de vida juega un papel fundamental, pues se halla en la base de una gestión de varios modelos de subjetividad que tratan sobre el pasaje continuo de las vivencias de significación del discurso a la experiencia y viceversa (Basso Fossali, 2009). Esto significa que es posible encontrar, aun en el plano epistemológico, manifestaciones de los diferentes formatos identitarios negociados por los actores sociales.
Una recensión preliminar del tratamiento de la subjetividad en semiótica del discurso podría establecer algunos ejes de descripción de esta pluralización que concierne al mismo tiempo a un enfoque ético y a uno émico.
2.1. La subjetalidad (actancialización)
El primer eje está constituido por la discriminación de una actancialización subjetal con respecto a una actancialización objetal. Dejando de lado todo prejuicio ontológico, la semiótica puede distinguir al actante sujeto a partir de la construcción de la escena narrativa y, por lo tanto, de una diátesis, lo cual indica el cambio e incluso la reversibilidad de las posiciones subjetales. Lo que es calificado en tanto objeto puede recibir un rol de sujeto en la organización discursiva.
En efecto, en tanto principio genérico de semiotización, la actancialización describe un paisaje de relaciones que escapa incluso a la razón instrumental y que muestra resistencias subjetales y objetales a aceptar estatutos definitivos. De tal modo, el objeto, desprovisto por estatuto de una toma de iniciativa autónoma en la evaluación de los valores, puede presentar de todos modos una subjetalidad latente, una suerte de animismo que destrona al sujeto-usuario. Por su parte, este último puede limitarse a una objetivación de su cuerpo en una escenificación puramente fáctica; sin embargo, su comportamiento irreflexivo y las dimensiones del espacio que ocupa no serán totalmente libres de responsabilidad (Basso Fossali, 2017: 270-71; 279).
Se desprende de esto que la implicación (actancia) en la transformación de los valores (narratividad) deja a la diátesis la comprobación de la instancia que otorga una orientación a la significación. En una diátesis pasiva, el agente puede incluso permanecer implícito, lo que significa que la diátesis resulta recesiva (Bordron, 2012) al neutralizar un actante fundamental (por ejemplo: “Después de mi fracaso fui remplazado”). Pero, paradójicamente, la concentración sobre un actante pasivo que no dirige más su destino no hace sino intensificar su rol, como si él fuera el último obstáculo contra el sinsentido neutralizador.
Esto demuestra que el principio de subjetalidad (subjetividad #1) depende de la resistencia actancial al borramiento de la orientación de la transformación de los valores narrativos. Debe señalarse que esta resistencia es también ejercida para compensar la posible inversión de la perspectiva organizadora o la suspensión de la atribución asimétrica de los roles sintácticos de sujeto y de objeto (diátesis media o decausativa).
2.2. La subjetidad (autonomización modal)
Esta resistencia subjetal nos obliga a no ignorar que la actualización de los valores modales depende de la movilización de las categorías y de los ámbitos semánticos; es por ello que una asimetría emerge entre las instancias discursivas capaces de reivindicar valores modales autónomos (querer, saber, creer) y otros que interceptan solamente valores modales heterónomos a partir de una red que implica otros actantes. El sujeto ejerce una fuerza de apropiación de las redes modales con el propósito de dotarse de prótesis, siendo el objeto proclive a la devolución de sus propiedades o a la recepción de suplementos para optimizar su función en red. La fuerza de apropiación del sujeto no es más que la tematización intencional a propósito de la cual la fenomenología ha dado una descripción cuidadosa en tanto forma de anticipación (mira) que busca una confirmación y una estabilización en la intuición (captación) de los datos emergentes.
Resulta claro que la autonomía y la heteronomía no son imputables solamente a instancias singulares y que las redes modales llevan a reconocer la existencia de grupos de comunicación mixtos de sujetos y objetos. El sujeto y el objeto pueden plenamente ser actantes colectivos (pluralidades de instancias solidarizadas por cargas modales compartidas), pero el principio de subjetidad (subjetividad #2), más allá del tamaño, depende de una resistencia a entrar en una red modal integradora. A partir de ese punto de vista, bastante restrictivo, el postulado de una instancia divina o de un intelecto activo universal no indicaría más que la resistencia final de la humanidad en tanto principio de subjetidad que expresa una tensión de apropiación.
2.3. La subjetividad (actorialización)
A partir de sus tensiones asimétricas, apropiativas y devolutivas, subjetidad y objetidad pueden jugar varios roles en el transcurso del tiempo y construir o participar en redes diferentes. De esto se desprende una bifurcación entre vocación (tensión de existencia, ipseidad) y memoria (estratificación de experiencia, mismidad), lo que brinda acceso al estatuto de actor.
El actor está caracterizado por una figuratividad evolutiva (un cuerpo, un yo-carne) en función tanto de su capacidad de adaptarse al entorno como de su relación con respecto a la compatibilidad elaborada entre los roles actanciales progresivamente desempeñados. Los criterios (actorialidad más memoria) afirman de manera negativa una economía identitaria, válida también para los objetos, y de manera positiva un gasto individualizante, inherente a las instancias-sujeto.
El principio de subjetividad (subjetividad #3) está subordinado a la resistencia a hacer coincidir la actorialidad con la memoria de los roles ocupados, lo que corresponde a una apropiación de sí mismo que sobrepasa las redes explotadas y las contingencias vividas. En cuanto a la noción de actorialidad en tanto reservorio figurativo de roles actanciales aún no elaborados o desempeñados, proponemos señalar la tangencia relativa con respecto a la distinción entre capabilities (potencialidades) y capacities (habilidades) que encuentra su fuerza en una importante tradición de la cultura anglosajona.
El principio de subjetividad inscribe al sujeto semiótico en un régimen de posibilización,1 lo que impulsa a la disimilación de las oportunidades y las constricciones contextuales según una dialéctica entre proyecto y responsividad, escenificación pragmática y escenificación fáctica.
El reconocimiento de esta dialéctica es el fundamento de una conciencia de primer orden que se brinda ya como un principio de resistencia a la repetición y perfila aspectualizaciones actanciales reversibles. Este principio instaura un principio compartido entre sujetos y objetos: por una parte, impone una economía identitaria vinculada a la atribución de una actorialidad, por la otra, explora el postulado de una agentividad atribuida de manera predeterminada, pero suspendida a posteriori desde el momento en que no haya más que una resistencia material o una disipación desprovista de organización.
2.4. La subjetivación (sujetos de la enunciación)
Los encajes enunciativos muestran objetivaciones de un actante enunciador que parecen agregar características fundamentales con respecto al sujeto en tanto actante narrativo. En efecto, la iniciativa enunciativa gestiona una pluralización de observadores que hace referencia a un cambio de pertinencia en la semantización. Una característica definitoria del sujeto enunciativo es su capacidad para operar cambios de pertinencia (las repertinentizaciones /repertinencias) (Eco, 1975: 333).
Conviene remarcar inmediatamente que la imputación de una subjetividad procede de manera indiciaria y busca las huellas de una semiotización plural de la escena de interacción compartida. Es por ello que la sospecha de que la alteridad sabría interpretar o problematizar los estatutos de los actos efectuados se afirma como la base no sólo de una polemología sino también de una negociación posible de pertinencias convergentes.
Las subjetividades trazan una suerte de cosmología liberada, en la que cada instancia puede esforzarse, o no, en reconocer un plano eclíptico del sentido sobre el cual hacer gravitar los retos autónomos y heterónomos. El principio de subjetivación (subjetividad #4) está ligado al establecimiento embrionario de una intersubjetividad, visto que afirma una resistencia al egotismo y reconoce el fundamento de un horizonte regulador.
2.5. La subjuntivación (erística)
La tematización ulterior de la subjetividad en el corazón de la significación se arraiga en la capacidad del actor de participar en varios juegos de manera simultánea, con múltiples posibilidades de implicación en la intersubjetividad. Es el reino de las estrategias y las tácticas distribuidas entre varios perfiles individuales cuya gestión demanda una personalidad dotada de una conciencia de segundo orden. Esta personalidad se responsabiliza con respecto a las distintas formas de implicación subjetivas, es por ello que reír, por ejemplo, puede funcionar como una compensación de implicación corporal con respecto a la burla casi cínica de un compañero a la escucha.
En este estadio, podemos proponer un principio de subjuntivación (subjetividad #5): el modo subjuntivo sugiere la posibilidad de revertir una dependencia, incluso una subordinación, en una afirmación de sí mismo en un horizonte de realización en el cual uno controla las valencias epistémicas. Es por ello que la subjuntivación unifica el paisaje temporal (pasado, presente y futuro) con una visión dominante que prefiere, a la actualización de acciones y reacciones, la afirmación de un dominio interpretativo, particularmente allí donde una perspectiva modal es atribuida por defecto aún de manera implícita.
2.6. Un cursor temático
Dado que no existe una base ontológica absoluta para determinar el concepto de sujeto, lo dejamos operar como un cursor temático que pasa de la actancialización sintáctica pura (#1) a la actorialización autorreflexiva (#5). La intencionalidad puede ser descrita a través de la dinámica competitiva entre dos cogniciones/emociones en rol, por una parte, y en introspección, por la otra, lo que lleva a considerar respectivamente una determinación actancial o actorial. El principio de actancialización prevé una diseminación de atribuciones identitarias que depende de la red de relaciones externas; por el contrario, el principio de actorialización encuentra su fundamento en la construcción de una compatibilidad entre atribuciones identitarias dotadas de anclajes heterogéneos. Ninguno de los principios es capaz de consolidarse en plena autonomía: la actorialización está siempre condenada a encontrar una manifestación local que la actancialice y la actancialización está sujeta a interiorizar una memoria de redes en la que encuentre cada vez una declinación.
Resulta claro entonces que la sucesión de ejes de descripción en ningún caso tiene la pretensión de reconstruir una ontogénesis del sujeto, limitándose a una discriminación de los niveles de complejidad en la elaboración semiótica de la subjetividad, en la que los pasajes están llenos de encadenamientos y de movimientos descendentes y ascendentes. Las denominaciones diversificadas de principios formulados más arriba son ampliamente arbitrarias y señalan solamente umbrales críticos en los pasajes de una forma de tematización de la subjetividad a otra.
Pasamos de la actancialización sintáctica, realizada a través de una modelización (#1), a la actancialización semántica operada mediante las modalidades (#2), a la actorialización en vista de un cuerpo y de una memoria -siendo la aspectualización actancial un revertimiento de la puesta en fase del sentido motivado por la apropiación de la densidad figurativa (#3). De la actancialización llegamos a la tematización que transforma la apropiación en una serie de finalizaciones en búsqueda de convergencia intersubjetiva (#4), para llegar finalmente a una concientización estratégica de una forma de vida compenetrada con otras instancias-sujeto e instancias-objeto (#5).
2.7. Una subjetividad en los límites de la sujeción
La lista de ejes tampoco oculta la cantidad de cuestiones conceptuales implicadas en los pliegues de la argumentación. En esta contribución deberemos limitarnos a algunos aspectos y en particular sólo podremos brindar algunas precisiones someras sobre una temática mal digerida por la semiótica estructural, la de la intencionalidad.
Antes de abordar esta problemática marcada por una reflexión filosófica sin igual, no podemos dejar de mencionar otra cuestión, instalada de manera más humilde en el centro de nuestras investigaciones: el revestimiento del sujeto estratégico en sujeto vulnerable. Esta preocupación, de la que dan cuenta los escritos de Ricœur, Goffman y otros investigadores, podría forzarnos a abrir un sondeo paralelo sobre el sujeto del padecer. Cuando presentamos el principio de subjetidad, tematizamos la resistencia a entrar en una red modal integradora; pero, si por el contrario ése es el caso, si entramos en un dispositivo modal heterónomo, ¿la sujeción no brinda todavía la posibilidad de afirmar una subjetividad capaz de abrir una posibilización de sí misma sobre el plano de un imaginario reticente a la realidad?
La respuesta parece ligada a la posibilidad de desarrollar una riqueza actorial totalmente interiorizada, capaz de oponerse a los roles impuestos, a tal punto que el proceso de sujeción no puede ser más que imperfecto y provisorio.
2.8. El sujeto, un mediador
El hecho de afirmar con Benveniste que “es en y por el lenguaje que el hombre se constituye como sujeto” presupone que él es capaz de posicionarse como tal (Benveniste, 1966: 259) en “el presente incesante de la enunciación” (Benveniste, 1974: 84). De manera implícita, se estima entonces que el lenguaje nunca es un factor de sujeción que forzaría a una liberación.
Encontramos aquí la idea de que el lenguaje, en tanto institución, se impone al individuo de acuerdo a un equilibrio entre reconocimiento de estatuto del sujeto y un marco que impone márgenes de libertad. Sin embargo, una ambigüedad constitutiva persiste entre, por una parte, una impersonalidad casi bienvenida de la enunciación y, por la otra, una “contaminación ideológica” que no señala más que el espejismo de una “lengua blanca” (Barthes, 1953).
¿La pluralidad de lenguas muestra una posible resistencia de la subjetividad frente a los dispositivos lingüísticos, o señala el destino ineluctable de la individuación de un sujeto desperdigado?
En la misma actividad de enunciación asistimos a la copresencia paradójica de un compromiso de palabra y de una proyección ficticia en discurso. La doble imposición de la enunciación muestra a un sujeto que, al igual que un Jano bifronte debe al mismo tiempo posicionarse y renunciar a sí mismo. Si el concepto de sujeto existe solamente a partir del marco enunciativo, entonces vemos bien que él define una manera específica de habitar el mundo: ser una instancia-puente cuya forma de vida consiste en entrelazar polaridades identitarias coimplicadas. En el fondo, el sujeto funciona como un médium absolutamente particular. En lugar de debilitar la evidencia de sus estructuras a fin de hacer pasar la vida de las instancias albergadas (vocación mediática), el sujeto es un médium que emerge sobre todo porque su prestación mediática se interpone a los pasajes de las informaciones tratadas: por un lado, de manera que ellas puedan ser predicadas; por el otro, con la finalidad de que ellas puedan ser asumidas. Según nuestro criterio, la disociación de esos dos procedimientos se encuentra en la base de una dialéctica entre libertad y dignidad, que será el tema de nuestras conclusiones.
3. La intencionalidad
3.1. La subjetividad para una semiótica de la percepción
La semiótica del discurso no puede más que inaugurar su reflexión sobre el sujeto a partir de las gramáticas de los juegos del lenguaje y de las organizaciones textuales acreditadas. Si ella puede hacer referencia al ejemplo virtuoso de la fenomenología, con el propósito de precisar el sujeto trascendental que se encuentra en la base de su teorización, el costo epistemológico es la elaboración especulativa de las precondiciones del sentido textual (Greimas & Fontanille, 1991), lo que no puede ser más que un injerto y no un objeto directamente tomado a cargo por la teoría.
Si el punto de partida es, por el contrario, una semiótica de la percepción, la constitución de los datos sensibles y sus organizaciones en configuraciones significantes implican inmediatamente no sólo una toma a cargo del cuerpo y de la materialidad del contexto, sino también una ecología de valores que demanda una intencionalidad selectiva y tematizante. La significación en acto resulta entonces el objeto de estudio dentro de un paradigma teórico renovado. En efecto, puede tomarse en cuenta la enacción de los valores dependientes de un acoplamiento entre una instancia sistematizante y un contexto.
La recursividad de atribución de operaciones eficientes daría lugar a la conciencia de lo propio, mientras que la recursividad de determinación negativa estabilizaría un segundo plano refractario a la apropiación (pragmática, cognitiva, afectiva), en suma, un contexto. El frente de batalla de las cosas no sería más que el conjunto de las instancias intermediarias entre la organización garante y el contexto refractario a las determinaciones.
Existe una subjetividad desde el momento en que una instancia perceptiva comienza a interconectar un contexto interno (el cuerpo en tanto alteridad propia) y un contexto externo, según una reducción progresiva de su indeterminación, lo que estabiliza planos indiciarios que permiten (pro)seguir perfilados identitarios autoatribuibles o imputables.
Para una fenomenología de la significación, habitar el mundo significa intercambiar determinaciones identitarias entre lo que reclama una autonomía y lo que escapa apenas a la heteronomía insondable del contexto. Esto demanda dominalizaciones que son también culturas de la subjetividad, siendo cada una de ellas instauradoras de una legalidad de valores específicos. Por ejemplo, la noción de oikos muestra cómo el sujeto es tal porque sustrae al entorno una casa, la cual es a la vez nicho y prótesis.
3.2. Hacia una intencionalidad agentiva
A fin de abordar una perspectiva pragmática, el punto delicado es el pasaje de una intencionalización de los perceptos, desembocando en una tematización, hacia una intencionalidad deliberativa y una intencionalidad agentiva.2 La primera, deliberativa, lucha por evocar un rol de selección y de elección de valores, aun cuando ella es tomada en un cuadro de constituciones bilaterales, es decir indisponibles a todo tratamiento unilateral. La intencionalidad es entonces un principio de resistencia a la homologación de la oposición entre valor e indiferencia a aquella que opone la determinación a la indeterminación. El hecho de que la intencionalidad abra una brecha en esta homologación puede sugerir paradójicamente que la primera proto-manifestación de la subjetividad es la de presentarse a su turno como epicentro de indeterminación.
Reservándose el derecho del juego en la apreciación de las interacciones (la legalidad orienta también las infracciones) y tomando en cuenta el azar, la intencionalización resulta por su parte opaca bajo la mirada de otra instancia intencional.3 Ante la alteridad comienza a intencionalizarse aquello que no puede garantizar un vertimiento de sentido simétrico. El desafío de la comprensión muestra que la intencionalización deliberativa se produce socialmente como una corriente de sentido kárstico,4 es decir, emergente sólo en parte y surcada por los usos. En suma, los actores sociales, considerados en una red de implicaciones comunes, deben elaborar un sentido pleno de recorridos subterráneos y cognitivamente impenetrables. Es por ello que la intencionalización de segundo orden (brindar una intencionalidad a las intenciones de los demás) no provee más que resultados negativos en lo que concierne a las deliberaciones realmente convergentes, lo que problematiza una intencionalidad agentiva con respecto a sus márgenes de maniobra dentro de un espacio cohabitado.
La brecha modal entre lo autónomo y lo heterónomo debe recurrir a las institucionalizaciones del sentido, ya que la intencionalización no puede ejercerse ni de manera continua ni de manera unilateral y solipsista. Para una semiótica de las prácticas, la intencionalidad —que debería designar una subjetividad de pleno derecho— no es más que el resultado de una proyección y de una redistribución de las intencionalizaciones. En ese sentido, la intencionalidad del sujeto cuenta con su propia complejidad, no solamente porque está dotada de una autoconciencia, sino porque esta última ha podido ser arrastrada a una trama previa de intencionalizaciones y apoyarse igualmente sobre las intenciones instituidas. La subjetividad es, por lo tanto, el resultado de una cultura de la intencionalidad que debe autonomizarse, sobre todo porque descubre sus implicaciones en las producciones de sentido institucionales mediadas por un entorno semiótico.
3.3. El equilibrio intencional como motor de la significación
El sujeto moral reivindica un yo mientras que sus intencionalizaciones son cada vez más canalizadas en pistas de semantización (hábitos) que evitan una posibilización inmanejable de las construcciones de sentido, o incluso un delirio. El reconocimiento público de la subjetividad depende de un formateo de las intencionalizaciones distribuidas, una intencionalidad normada que, en su naturaleza semiótica, muestre la interconexión entre un entorno psicológico5 y un contexto social. En efecto, la intencionalidad debe ser una corriente que, aun siendo ampliamente kárstica, no padezca de deformaciones mayores entre su expresión pública (eventualmente a partir de lo íntimo) y su introyección a partir de patterns intencionales que gobiernen las racionalidades admitidas. La correlación entre sujeto y semiosfera impide un idealismo de la intención, evitando considerar que sus trayectorias puedan ser predeterminadas.
La intencionalidad no es lo que falta comprender aún de un texto sobre el plano extensional (referencia) sino lo que va a agregar una falta constitutiva a su autocomprensión, es decir que ella abre un hiato entre posición enunciativa y sentido intencional. La inconclusión del mundo social encuentra, gracias a una noción adecuada de intencionalidad, su correlación con la inconclusión del mundo psicológico. Este estado, de hecho, subraya que la intencionalidad no es una pretensión de sentido sino un llamado a una finalización de los valores que no podemos llevar a cabo, resultando el discurso una estructura-puente hacia determinaciones que no serán más que intermediarias y, en el mejor de los casos, mediadoras.6
En nuestro proyecto de una semiótica de la experiencia perceptiva (Basso Fossali, 2009: 158), la intencionalidad es aquello que no puede hacer referencia a un paisaje de identidades culturales ya dadas y que, por el contrario, tiene la tarea de abrir la instrucción de los casos y de seguir las encuestas aún pendientes. En suma, la intencionalidad es el correlato de los perfiles identitarios inconclusos.7 Además, una conciencia intencional sólo puede ser compartida entre la elaboración de las iniciativas (escenificaciones pragmáticas) y la gestión de la contingencia (escenificaciones fácticas), lo que se reproduce, sobre el plano de la semiosfera, entre proyectos discursivos autónomos y la explotación de tendencias semiológicas en curso.
Resulta claro entonces que la intencionalidad no es un vertimiento de sentido unilateral sino la última formulación de un equilibrio entre dos perfiles modales endógenos y exógenos (perspectiva social) o entre la polaridad sí mismo [soi] y la polaridad yo [moi] de la subjetividad (perspectiva psicológica). Con respecto a la estructura de la enunciación, la intencionalidad sobreviene como una problematización de la distribución de valencias; en efecto, ella no consigue precisar y saturar la significación discursiva, aunque por el contrario otorga al sentido la duda consciente de la improbabilidad de su carácter unilateral (Basso Fossali, 2009: 181).
Por otra parte, la intencionalidad es lo que puede justificar la tensión entre proyección de valores a partir de una toma de posición enunciativa y la asunción de un marco de relaciones discursivas que simbolizan una condición que no está totalmente contenida en la iniciativa predicativa (hiato autocomunicativo). La intencionalidad se proyecta para reconocerse de otro modo y continuar su curso. Tomada en su duplicidad constitutiva (posicionada y posicionante), la intencionalidad puede encontrar una salida únicamente abrazando una terceridad que insiste sobre las condiciones significantes por desarrollar ulteriormente y que alimenta una transversalidad del sentido capaz de huir ante las determinaciones causales unilaterales (por una parte, el delirio de un sentido subjetivo y por la otra, el anquilosamiento de un sentido objetivo).
4. El sujeto entre dispositivos lingüísticos y proyecto de sí mismo
4.1. El sujeto entre promoción de sentido y simbolización
La intencionalización es frágil a causa de su carácter puntual, por momentos episódico; la intencionalidad es delicada pues su implementación efectiva resulta siempre ampliamente inacabada, delegada en parte y susceptible de efectos secundarios impredecibles. Es necesario reducir el idealismo de la primera del mismo modo que es necesario reconocer que la segunda no es más que un marco ideal de inscripción de las valorizaciones y de las proyecciones en una pista de racionalidad más o menos institucionalizada. Por otra parte, la constitución intencional de la subjetividad es un impulso afirmativo que no puede cortar sus relaciones guiado por el carácter compulsivo de su carne: la mneme, en tanto recuerdo que sobreviene sobre los espacios mentales sin el querer, pero también el sin querer instintivo o accidental, el sin saber (latente o inconsciente), el sin deber (espontaneidad o automatismo). De tal modo, el sujeto se revela al mismo tiempo como el protagonista de las instituciones de sentido y como la instancia más refractaria a estas últimas.
La cohesión y el promedio de una subjetividad negociable dependen de una narrativización social de lo que quiere decir ser un sujeto. Podemos proponer de manera sintética una serie de conceptos operatorios. En la narrativización de la experiencia que estructura la vida comunitaria,
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la identidad funciona como una estructura indiciaria abierta que en caso de ser nominalizada funciona como una catáfora;
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la individualidad escinde la identidad específica, que permanece sumisa a tratamientos indiciarios, y la identidad numérica, la cual resulta la reivindicación pura del privilegio del sí mismo [soi] y de la intangibilidad del yo [moi];
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paradójicamente, el hecho de un repliegue privado de la subjetividad narrativa, el privilegio del sí mismo [soi] y la intangibilidad del yo [moi] se elevan al estatuto de bienes sociales, como cara y carne, respectivamente;
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estos últimos producen una dialéctica que impulsa a la subjetividad a oscilar constantemente entre la idealización del sí mismo [soi] y la afirmación del carácter incoercible del yo [moi].
Lo que deseamos defender no es la precisión de los ejes de la narrativización de la subjetividad, sino la idea de reacciones en cadena que conducen hacia una distribución compleja de los desafíos ligados a la delicadeza actorial del sujeto.
La autorreflexión del sujeto va de la mano con la evaluación de los reflejos de su imagen y de las reverberaciones de su voz en los espacios sociales. En el fondo, una subjetividad emerge como construcción semiótica de interface entre el entorno psicológico y el entorno social a partir de la simbolización, es decir, de la retroacción de los enunciados sobre los sujetos enunciativos (productores o intérpretes). La amplificación semiótica de una subjetividad fenomenológica depende de esta caja de resonancia. Aun cuando es posible constatar un reconocimiento de un anclaje (el yo [moi]) o la reivindicación de una privatización (el sí mismo [soi]), la subjetividad semiótica es siempre el fruto de un ida y vuelta entre un proyecto y su simbolización.
Podría considerarse que los ecos de una subjetivación exponen inmediatamente su carácter paradójico. Sólo se observan movimientos de intimización que dependen siempre de una exteriorización (discurso) y de movimientos de externalización (implicación definitoria de sí mismo a partir del entorno) que no pueden toparse más que con la intimidad de los demás. En suma, el horizonte de autorrealización de un sujeto autoconsciente oculta el terreno infranqueable de la problematización.8 La subjetividad no puede hacer otra cosa más que poner en evidencia un sí mismo en calidad de proyecto; nunca tendrá consistencia, ya que ella es precisamente lo insaturable, la imposibilidad de reconocerse únicamente en los roles actanciales puestos en escena. Sin embargo, la exploración de la imposibilidad de un sentido completo de sí mismo —reflejado en el entorno y a expensas de una apropiación ulterior, aunque siempre imperfectiva— no puede avanzar sino a través de la inscripción de intenciones en una semiosfera, que sólo puede garantizar simbolizaciones responsivas.
Como el sujeto perceptivo administra la dialéctica entre escenificaciones pragmáticas y escenificaciones fácticas, el sujeto práctico es tal porque consigue administrar promociones de sentido y simbolización retroactiva; el espesor subjetivo depende del eco entre esas dos fuentes significantes.
El sujeto no puede escapar a la significación pública, lo que no quiere decir que no consiga caracterizar las tentativas de emancipación íntima ni los esfuerzos de emulación de los modelos valorizados por la masa. La doble imposición de mantenerse idealmente al margen para poder participar concretamente de la vida social en tanto yo, otorga a la misión de ser sí mismo un carácter de aporía, lo que puede sugerir también soluciones extremas: por una parte, la alienación como remisión de toda herida simbólica de sobreexposición durante una afirmación de sí mismo condenada al fracaso; por la otra, un egotismo que desemboca en el titanismo.9
Estas polarizaciones bastante simplistas no pueden evitar solicitar el reconocimiento de formas problemáticas, caracterizadas por un vaivén o una hibridación constante. Encontramos entonces a) patologías de la subjetividad que dependen de un exceso de pretensiones; b) formas de reivindicación cuando su inconclusión constitutiva no ha encontrado equilibrios aceptables o incluso satisfactorios; c) formas de renunciamiento relativo y atenuado con respecto a un verdadero proyecto de subjetividad.
Hoy puede constatarse el énfasis particular puesto en la subjetividad como reapropiación radical de una identidad que no es decidida ni a partir del entorno sociocultural ni a partir de la naturaleza. En este sentido, hablamos de un carácter subversivo de la identidad subjetiva, que no puede ser cuestionada desde el exterior y que puede ser reinventada por el individuo.10 Esto merece que se pueda colocar un sujeto crítico entre los argumentos implícitos.
4.2. Dificultades y respuestas lingüísticas
Podríamos señalar que el término sujeto no es más que la anaforización local de una problematización específica de una subjetividad como proyecto plural y siempre inacabado. El sujeto busca obtener diferentes estatutos en la institucionalización del sentido, pero el mismo discurso de su búsqueda de legitimación está siempre acompañado de una subjetividad que se compone y recompone según las diferentes peticiones experienciales, amplificadas, por otra parte, por la reflexividad de las lenguas. La aprehensión insatisfactoria de la subjetividad depende entonces de esa imposibilidad de integrar su versión contenido (en discurso) y su versión excedente (en experiencia), aun cuando esa dialéctica tensiva resulte la motivación misma de un proyecto o de una aspiración ideal (ser o escapar a sí mismo).
La lingüística y la semiótica podrían limitarse a estudiar las representaciones y las marcas de las instancias del hablante en los textos. El objeto de estudio sería entonces el siguiente: la diversidad de estrategias de realización en discurso de un vasto aparato de subjetivación de los mundos posibles. El problema es que esa instancia de apropiación de una lengua reestructura ella misma alrededor de la gramática, de la literatura heredada, pero también del discurso que habita el presente.
La subjetividad agentiva y la subjetividad reflexiva no son casi nunca correspondientes (hay una tensión elástica entre diferentes intencionalidades significantes); la simbolización impide reducir la subjetivación a las marcas de la enunciación sobre la superficie discursiva; además, la subjetividad lingüística no es necesariamente el único modelo disponible de subjetividad. La dificultad de tratar la subjetividad desde una semiótica estrictamente ligada a la reflexión sobre las lenguas se traduce en posiciones extremas e incómodas, tales como, por una parte, una teoría de la expresión intencional y, por la otra, una teoría de los simulacros, en la que el montaje de una subjetividad idiolectal se produce a partir de estratificaciones y de residuos de la palabra social.
Ciertamente, más allá de las dificultades teóricas ante una subjetividad que puede ser abordada como un input (entrada) o como un output (salida), nadie puede negar el impacto de las mediaciones lingüísticas sobre las formas diferenciadas de subjetividad cultural y sobre sus conceptualizaciones. La morfología de las lenguas nos enseña una variedad considerable de marcas y de modos de presentificación del enunciador, pero los indicios de subjetividad pueden también ser atribuidos a la entonación, a selecciones coordinadas sobre el plano prosódico, o a las distribuciones de selecciones léxicas, o incluso a los efectos de inversión del orden sintáctico normalmente utilizado.
La función gramatical de los pronombres puede limitar la discusión a la negociación de la persona discursiva, pero Benveniste ha demostrado que ese formateo nunca es independiente, en un discurso realizado, de una proyección de la escena fenomenológica en la que está inscrito el locutor.
El discurso no viene más que a administrar una condición subjetiva que ya es una problematización de los valores en experiencia. Las mediaciones semióticas ofrecen ayuda a la apreciación y la gestión de la congruencia entre las resonancias internas a la correlación de subjetividad (Benveniste, 1966: 231-32), en las que la preeminencia de las instancias (yo o tú) cambia según si la constitución de la escena actancial o la intimización de la carga actorial están focalizadas. Si las incongruencias locales motivan aún más el desarrollo de un sentido narrativo en busca de una coherencia resistente pese a todo, las congruencias se ofrecen como la base de síncopes y de sincretismo que simplifican la subjetividad a tal punto que ella puede presentarse nuevamente, ya como una instancia afectiva directa que no tiene ninguna necesidad de recurrir a una predicación de autoatribución (ella dice simplemente “sufro”), ya como una instancia de juicio que se objetiva como parámetro trascendental (“no consigo excluirme”).
4.3. Subjetivación unificadora y prestación imaginativa
Si hablamos de una escena extrínseca para anclar una subjetividad que no es solamente lingüística, la opción fenomenológica puede ser sustituida por aquella del teatro del espíritu, es decir, por la intervención cognitiva o afectiva del locutor o del intérprete. La imaginación necesaria para saturar elementos implícitos o para brindar un marco conceptual oportuno a las informaciones textuales es asumida a menudo como la movilización de una subjetivación. Esta última puede ser leída entonces como una contextualización (puesta en situación de las potencialidades lingüísticas) y por lo tanto como el proceso necesario a fin de pasar del contenido proposicional al contenido textual y pragmático (Traugott, 1995).
Vemos inmediatamente que el recurso de la imaginación acompaña ampliamente la reconstrucción de las valencias modales, y por lo tanto la lectura misma es una compenetración de los modelos de subjetividad, sin poder desligar totalmente el modelo aprendido y el modelo prestado. La apariencia de una subjetividad depende de una compatibilidad, incluso de una congruencia paradigmática y de una plausibilidad sintagmática. En suma, la búsqueda de un campo subjetivo tiende a la amalgama, en detrimento de la discriminación de las herencias y de las voces enunciativas.
Lyons (1982) ha señalado no solamente los recursos estructurales de la lengua como potencialidades de expresión de las aptitudes y de las creencias de los locutores, sin que pueda reducirse esta expresión de sí mismo a una aserción de una serie de proposiciones (Lyons, 1982: 102-04). Él ha tematizado también una suerte de competición entre modelos intra-discursivos de subjetividad que contribuyen recíprocamente a afirmarse: “en la representación literaria del estilo libre indirecto, la subjetividad está más patente que en los otros estilos pues ‘deben convocarse dos sujetos de conciencia diferentes, el locutor y otra persona’” (Lyons, 1982: 120, cit. por Finegan, 1995: 6).
La experiencia subjetiva es la convertibilidad y la integración de los planos de significación, permaneciendo estos últimos analizables y nuevamente sintetizables, según un vaivén entre desarrollo ulterior y reconstrucción, proyecto y simbolización.
4.4. El sujeto entre técnicas y vocaciones
Frente a los miles de perfiles identitarios autoatribuidos o imputados, el sujeto podría presentarse como una tensión selectora y una resistencia final, una decantación de sí mismo (Jullien, 2017). Pero al horizonte-sujeto podríamos oponerle su condición de existencia. El sujeto avanza hacia sí mismo como un giro del aliento11 constante: por una parte, de las pruebas de sujeción, por la otra, de las inscripciones de sí mismo.
Foucault ha indicado una forma de apreciación de esta inversión del aliento a través de la confesión, en ocasiones enunciada por sujeción, en otras por subjetivación máxima. Esta dicotomía es sin embargo atenuada a partir del reconocimiento de dispositivos sociales para una constitución eficaz del sujeto, lo que no puede más que seducir a los individuos. Llegamos entonces a reconocer técnicas de sí mismo [soi]:
procesos existentes en toda civilización que son propuestos o prescriptos a los individuos para fijar su identidad, mantenerla o transformarla en función de una cierta cantidad de fines, y esto gracias a relaciones de dominio de sí mismo sobre sí mismo o de conocimiento de sí mismo por sí mismo (Foucault, 1981: 1032).
El conocimiento de los procedimientos muestra las artimañas para operar una desinstitucionalización de sí mismo y puede incluso finalmente abrir en negativo la institucionalización restrictiva, aunque libre de la apropiación de sí mismo.
A las visiones directa (proyecto) e indirecta (resistencia) del sujeto, podemos agregar una tercera forma, la de la interposición, de un sujeto diagonal, forzado a aprovechar transversalmente diferentes recursos y diversos planos de consistencia actorial. El sujeto sería no solamente constitutivamente un tercero, sino que además sólo podría reclamar un destino después de la interposición mediadora.
En la tradición semiótica, las tres visiones conviven con algunas superposiciones teóricas que carecen de claridad. Para Benveniste, el sujeto está constituido a través del lenguaje, pero la subjetividad hace irrupción en él.
La gramática del yo es ya una técnica de sí mismo que problematiza tanto la constitución, que permanece inacabada, como la irrupción, que permanece indeterminada. Si pudiéramos afirmar que la escena praxeológica global puede ya asignar sustratos y roles, a nuestro entender la eficacia simbólica del gesto enunciativo iría en la dirección de una restructuración de pertinencias. Ubicado al principio de la frase, el yo puede ser valorizado por su aspecto catafórico y, por lo tanto, como indicio prospectivo (Chauviré, 2009: 118, nota 2). De este modo, el yo gramatical “indica menos de lo que instaura”.
Ante todo, el yo instaura en discurso una suerte de centro de demanda identitaria que agrupa entornos diferentes, pero con una terapia común: una intencionalidad llana y distribuida. No solamente el yo es minoritario, más allá de su eventual verbosidad, sino que no permite afirmar una observación de segundo orden sin inversión posible. Sólo podemos mostrar el yo, exhibirlo, encadenarlo en una reflexión en la que la subjetividad se muestre sin prejuicios de distinción, tanto en la trama del enunciado como en el plano de la enunciación.
En Wittgenstein encontramos toda la modestia de un pobre sujeto que reflexiona a través del lenguaje. El yo tiene el privilegio de hacer ciertas maniobras en los juegos, pero desde el momento en que se esfuerza por objetivarse, se encuentra nuevamente vencido en otro juego (mil mesetas) con una legalidad de valores diferentes. De tal modo, la subjetividad discursiva es un tanto suicida: está un poco en todas partes, diseminada. El sujeto puede ser visto entonces ya sea como un mito, o incluso un espejismo, ya sea como una terapia poiética. Una verdad ethopoiética (Foucault, 1983: 1237) podría leerse en la trama de los actos consumados, la formación emergente de un ethos, sin ninguna autorrevelación: el sí mismo no debe revelarse a sí mismo; debe constituirse. En ese sentido, la ethopoiética de Foucault podría soldarse de manera inesperada a la visión wittgensteiniana del yo. Pero esta soldadura puede encontrar otras posiciones radicales. La presentación del yo, cuya ejemplificación permanecería local y ostensiva solamente en su rol gramatical, está en la base de la objeción de Descombes (2004) sobre su carácter reflexivo (Chauviré, 2009: 124-25). Existe solamente un token-reflexividad (en el sentido de Reichenbach, 1947 y Bar-Hillel, 1954), es decir una manifestación reflexiva del sujeto en cada ocurrencia del yo (Chauviré, 2009: 125). Nada que ver entonces con una conciencia fenomenológica. Existe una “ilusión referencialista y una ausencia de consideraciones pragmáticas” (Chauviré, 2009: 125) en la filosofía del sujeto. Por lo tanto, la referencia a la situación interaccional se impondría como fundamental. Esto no es paradójico pues, en lo que concierne a la interacción, sólo movilizamos su gramática y, en consecuencia, la distribución de empleos del yo. El sujeto sería entonces totalmente inmanente al lenguaje: el yo no posee referencia estable (por momentos es el cuerpo, por momentos el pensamiento) y en todo caso esa presunta referencia muestra ser una construcción lingüística.
En cuanto al presunto universo privado de las sensaciones, a propósito del cual hemos construido toda una mitología, Wittgenstein se opone a disociarlo del universo público de las transacciones lingüísticas constatables. Nuestro lenguaje ordinario es perfectamente capaz de tomar a cargo nuestras impresiones íntimas, es decir todo un aspecto de la subjetividad, y de hablar de ellas. Por el contrario, la idea de objeto privado, que resulta de una proyección de la gramática psíquica sobre la gramática mental, nos arrastra hacia una mitología de la interioridad, sin jugar en lo más mínimo un rol semántico (Chauviré, 2009: 147).
Esta cita bien puede resumir una cuarta opción concerniente al sujeto: su disolución lingüística. Mas, si la posición de Wittgenstein (1980: §§ 816; 820) no es reducible a esta disolución, lo que nos interesa es la idea de poner a prueba una conclusión divergente, es decir, la interposición del sujeto frente a la corriente inmanente del sentido lingüístico, su suspensión de las armas semióticas colectivas. Wittgenstein supone que un lenguaje privado no tendría reglas, pero la forma de vida se posiciona precisamente allí en donde no hay reglas para seguir la regla. El autocuidado [souci de soi] no posee ninguna gramática.
A partir del hecho de que la verdad interior es constitutivamente transformación de sí mismo, podemos observar la oposición foucaultiana entre autocuidado y autoconocimiento (Foucault, 1984). ¿Pero esta tensión competitiva entre los dos, esta oscilación, no se encuentra en el corazón de la subjetivación?
4.5. Sujeto colectivo e imagen de sí mismo
El yo dilatado de un nosotros en busca de sus límites (Benveniste, 1966: 235) nunca cesa de depender de una instauración y de una puesta a prueba. La identidad encuentra su consistencia en su resistencia, pero el sujeto, él, debe continuar existiendo aun cuando todas las líneas de resistencia han sido vencidas. Las promociones identitarias y el deslizamiento de las pertinencias de las uniones no deben ser una dispersión de un proyecto biográfico y sus motivaciones históricas: ésta es la primera tarea de la subjetividad. Además, las motivaciones no son más que selecciones paradójicas en un campo de posibilización,12 es decir, en la remediación continua de una ilusión sistemática.
Hemos hablado de un rol catafórico del yo discursivo, incluso si su advenimiento puede revelarse adventicio y por lo tanto foráneo, lábil, temporario. La subjetivación no forma todavía un sujeto, como si este último tuviera necesidad de ser detectado a través de una estructura indiciaria que iría más allá de las identidades forjadas discursivamente. Pero el sujeto discursivo soporta también un cimiento a partir de su base gramatical, pues el actante-sujeto es al mismo tiempo aquél por el que adoptamos la perspectiva y aquél que es tomado en un marco actancial, incluso al precio de la recepción de un rol totalmente pasivo (diátesis pasiva).
El hecho es que el sujeto es al mismo tiempo instancia formadora de la frase (focalizar un sujeto significa organizar la declinación de la escena) e instancia formada semánticamente por un verbo. En cuanto al observador enunciativo, él no es más que el reproductor de una condición subjetiva escindida entre principio de formación y herencia de una forma.
El discurso busca su coherencia mientras que su sujeto lucha contra una ruptura temática recurrente. Si el yo (a)testa su dualismo subjetivo a través de la autoobservación de formas dadas y de formas recibidas, el nosotros, problematizando el estatuto de la voz enunciativa (de un delegado válido para todos en el coro), propone una forma de dilación al yo que muestra ya el carácter equívoco del aspecto inclusivo o exclusivo.
Los agentes de disrupción están ya incubados sobre el plano enunciativo: imposición de una forma colectiva y captura en manos de una colectivización que sólo hemos desplazado. Podríamos decir que el discurso no es más que el medio de catálisis ulteriores de la subjetivación que se brindan a la complejización de la forma de vida de los sujetos.
En efecto, sumergido en una semiosfera que permite la circulación de las huellas biográficas de los individuos, el sujeto debe generar un intercambio de imágenes —en tanto reflejos sociales de sí mismo— y de identidades —en tanto proyectos electivos o roles plenamente asumidos. Resulta evidente que la identidad no es extraña a una selección y a un bricolaje provisorio de imágenes; en efecto, una imagen de sí mismo se brinda como perfil identitario reversible y cogestionado con los interlocutores (es el concepto de cara de Goffman, 1961). El sujeto debe proceder a una intimización o a una gestión extrovertida, siendo consciente de que dignidad y libertad de realización parecen siempre interconectar juicio interior y aprobación social.
5. Pragmática de la subjetividad
5.1. Deshacerse del sujeto: ¿frente a sus ambiciones?
El sujeto participa, se mantiene al margen; se implica, se oculta; se elabora en discurso, reivindica una interioridad inintercambiable; centraliza las apreciaciones, busca organizaciones exocentradas en régimen de copertenencia. La vivencia subjetiva se presenta a la búsqueda de un anclaje real de sus motivaciones y de una motivación estable de los diferentes planos de realidad. Sin embargo, el pragmatismo puede llegar incluso a elaborar una crítica radical de la subjetividad en tanto infuncional: debería ser la acción, es decir, no desdoblar los desafíos y las implicaciones para, acto seguido, prolongarlos en paralelo bajo la forma de autocontradicción interna. Si “al principio estaba la acción” —frase célebre tomada del Fausto de Goethe—, entonces la evolución de la conciencia, a través de la introyección de las mediaciones semióticas, puede poner en funcionamiento modalidades sofisticadas de reflexión que ya no son más permeables a ellas mismas (intuición).
Francisco Varela (1992) propuso considerar la cognición como una acción concerniente a lo que falta; ella es, por lo tanto, un cumplimiento intencional (Husserl) absolutamente particular pues se concentra sobre las fallas de aprehensión, sobre las lagunas de significación. Esta operación de sutura se aplica a una modelización inmediata de la realidad: en efecto, podría sostenerse que paradójicamente el dominio de la existencia física es secundario con respecto a la inmediatez en la que vive el observador humano, aun cuando en la explicación de la actividad de observación, el observador humano nace del dominio físico (Maturana, 1993: 124). Como el objeto inmediato en Pierce, la inmediatez es para el observador la vida a través de las mediaciones que permiten distinciones a partir de la interacción con una semiosfera.
Sin ninguna duda podríamos inmediatamente reaccionar diciendo que el aumento en complejidad de las observaciones no puede más que reducir y problematizar esta inmediatez. La unidad del observador, incluso antes del desarrollo maduro de una autoconciencia, es ya el fruto de una reentrada de distinciones realizadas a partir de un dominio experiencial compartido sobre las instancias perceptivas que las operan. Pero esta diferenciación de observadores a partir de un terreno común no debe oscurecer una cuestión muy importante que una teoría de los sistemas no podía más que afirmar casi implícitamente: la emergencia del observador se inscribe en una heurística operacional. Podemos distinguir inmediatamente las consecuencias pragmáticas de esta afirmación: cada inmediatez de observación, sin importar el nivel de complejización realizado por la aplicación recursiva de modelizaciones lingüísticas, tiende a guardar en la memoria la carga de la operatividad. La interacción por conservar prevé, en efecto, que las distinciones operadas sobre los dominios tratados por los juegos de lenguaje cuenten con la posibilidad de garantizar la posición distintiva de nuestras propias operaciones:
Si las entidades realizadas en nuestras explicaciones deben obligatoriamente tener una presencia inevitable en nuestro dominio de existencia, es porque nosotros nos realizamos en tanto observadores en el espacio de las coherencias operativas que ellas mismas definen mientras nosotros las percibimos (Maturana, 1993: 122).
Desde nuestro punto de vista, la congruencia de las distinciones operadas bilateralmente prevalece sobre la exigencia de integración y de coherencia del plano de la realidad negociado, siendo imposible la totalización del cuadro. El hecho de subrayar que tendemos a preservar una heurística operacional conlleva el que sepamos recorrer los dominios de valores instaurados, sin poder controlar inmediatamente todas las consecuencias de las pertinencias de observación seleccionadas. Por una parte, esto no puede más que limitar las pretensiones de las instituciones de sentido; por la otra, esta falta de control constituye la condición de la preservación de la aventura, de la extensión de las identidades (personales y comunitarias) y del contexto de interacción.
El restablecimiento de la interacción a cada modelización sugiere así que no hay necesidad alguna de unidad completa de la conciencia y del entorno, ni con antelación ni con posterioridad. La reproducción de una heurística operacional avanza con el mito de lo que le falta: una mereología desplegada y evidente. Los pliegues de la intimidad son la concientización de esa falta de integralidad que afecta a la heurística operacional y que se refleja también sobre la operatividad de la cognición abstracta. No hay ninguna necesidad de pensar que la integralidad mereológica del sujeto o del objeto es trascendente; esto no dejaría ninguna escapatoria.
La multiplicación de los planos de pertinencia nos muestra el deseo de recomenzar a establecer heurísticas operacionales: integramos un plano de pertinencia a otro siendo conscientes de la imposibilidad de una integración total, lo que implica que buscamos simplemente la apariencia de ciertos modelos integradores de sí mismo y del entorno. La zonación prevé cultivar de manera diferenciada los dominios distribuidos sobre varias líneas de ambición.
La puesta en valor de la acción, incluso la acción cognitiva, no parece convencernos de la posibilidad de liberarnos de la noción de sujeto; por el contrario, ella otorga a este último una justificación teórica aún más fina, por más inhabitual que sea. Tener una autoconciencia quiere decir asistir a los procesos de integración de la conciencia de primer orden, dirigiendo la observación por momentos hacia zonas de coagulación del sentido, por momentos hacia marginalidades que apuntan a secciones de indeterminación. La mneme o la compulsividad de la percepción demuestran que la autoconciencia no centraliza todo, ni que ella busca posicionarse siempre en el centro. Ella es el esfuerzo de recentralización con relación a la exploración de heurísticas operacionales alternativas, sean ellas concretas o abstractas.
El sí mismo sigue siendo la mejor de las hipótesis, incluso la única que puede garantizar una cierta ambición. El término ambición está ligado etimológicamente al verbo latino ambire, cuya significación original es circundar y que era normalmente empleado para señalar la actividad de acercarse a los demás con el propósito de obtener su voto. En suma, el sí mismo es una ambición centralizadora que puede distribuirse (extensión del yo), aplacarse (meditación) o ser cuestionada (el yo somaestético).
Sartre (1992: 13) describía críticamente al ego como un habitante de la conciencia; él no es trascendente, lo que acarrea como consecuencia que en la inmanencia de sus relaciones con la conciencia tiene el sentimiento de poseer una suerte de derecho preferente sobre los terrenos preorganizados a fin de edificar ambiciones identitarias. La ambición no es una construcción modal, pero transporta la idea de un círculo agregador alrededor de la emergencia de las modalizaciones. La ambición es como un corral organizado en el oriente salvaje de la conciencia con la perspectiva de salvaguardar una dirección de viaje, o incluso un destino personal. Luego, esta ambición es como una voz reconocida, que no carece de momentos de silencio, allí donde es posible aprovecharse de la conciencia y adherirse a ella en búsqueda de una presencia más densa. Dicho esto, la tenacidad de la ambición para imponer su voz puede también resultar una obsesión, continuidad de la monitorización de sí mismo, según una observación de segundo orden que congele las modalizaciones con respecto a las cuales querríamos instalarnos como amos de nuestro propio destino. La ambición del ego puede desertificar el oriente de la conciencia, que no posee entonces nada de salvaje; el ego puede, en ese caso, descubrirse interiormente pobre. La ambición es, quizás, la principal remediación interior para la identificación del sujeto con la acción: “La conciencia se asusta de su propia espontaneidad porque la siente más allá de la libertad” (Sartre, 1992: 74).
5.2. El sujeto y su mandato contradictorio
Con respecto a los procedimientos de identificación a través de una rúbrica indiciaria asignada, el sujeto interviene como una instancia prometedora de defensa: los detalles pertenecen a un tejido histórico, en el que cada uno representa una intersección específica entre tematización y ocasión, recorrido autónomo y pasaje a través de una heteronomía. El reconocimiento de una subjetividad no es todavía la aprehensión de su profundidad genealógica.
Sin siquiera detenernos en la inconciencia del sujeto en cuestión o en su muerte, en la sola lucha por la dignidad del sujeto contra la erosión de su capital biográfico, contra la amnesia e incluso contra los estragos del tiempo, el sujeto instaura una economía simbólica de la identidad para mostrar sus incontinencias y sus subversiones. Él se labra la escultura de sí mismo, aun cuando los miles de retratos pueden resultar heterogéneos en la medida en que el motor de la identificación se enciende continuamente ante otras pistas y en ocasiones funciona sin producir nada.
El sujeto es entonces la inscripción pública de una intolerancia (reivindicada de manera autónoma o afirmada por un observador externo) a la reidentificación exacta. Así, el sujeto tiene un capital identitario susceptible de pérdidas, de reinversiones, de insolvencia, pero nunca es coincidente con las atribuciones de calidades.
El hecho de ser reconocido es fundamental para la dignidad del sujeto pero solamente en tanto potencialidad. El robo de los documentos personales hace emerger la importancia de la institución pública de la identidad. Dicho esto, el robo de una pequeña parte de su propia biografía es una ofensa más íntima hacia el sujeto. La historia puede ser reformateada según paquetes identitarios diferentes (uno puede reinventarse), pero si los materiales biográficos no cuentan más con la exclusividad de pertenencia, entonces el juego entre polos identitarios —idem e ipse— funciona sin datos.
Esto muestra que en el sujeto la solidaridad entre identidad numérica e identidad específica (Prieto, 1990) es el plano de fondo de una hermenéutica del sujeto para la cual transformación y pluralización afectan tanto al ídem como al ipse (Ricœur, 1990).
La vulnerabilidad del yo se ofrecería como un arraigo de la identidad numérica por debajo de la ley; ella sería entonces fundadora de un zócalo intratable y reivindicador de distinción en ella misma. Sin embargo, la atribución de un cuerpo inviolable, y por lo tanto por principio intangible, depende ya de la autoridad del sujeto sobre su manifestación material. Además, después de la muerte, esta autoridad se afirma como respeto a la palabra escrita, a la memoria de sus actos, al legado. El sujeto no es más que un llamado contradictorio al carácter identitario ligado a un cuerpo y a la libertad de continuar ejerciendo su interposición mediatriz sobre la palabra. De tal modo, si a) la explicación es el despliegue de las potencialidades internas de un texto, b) la comprensión es la reinserción de ese texto en un corpus en el que entra en resonancia con otros actos de habla atestados; c) la apropiación es la puesta a prueba del alcance de una palabra a partir de una implementación subjetiva, allí donde se mide la dialéctica entre el carácter identitario con respecto a la introyección de una alteridad y la facultad de ejercer una interposición y de operar de ese modo una discontinuidad en la herencia.
En producción y en interpretación, constatamos que la subjetividad es una suerte de mandato contradictorio para respetar los arraigos en una cultura de la herencia que no practica más que reapropiaciones.
A fin de cuentas, el sujeto no es más que una disidencia de las formas a causa de la intersección de principios heterogéneos; él es a la vez formado y formador, instancia individuada y proyecto inacabado. En la interposición recíproca de las formas recibidas y de las formas dadas, el sujeto no puede más que hacer la experiencia de la duda si es necesario reunificar los modelos o abrirlos al máximo posible. Y en esa apertura eventual está presente también la emergencia de la dimensión social de la identidad, el “autocuidado de un sí mismo colectivo”, la sensibilización ante un cuerpo común que recibe su perímetro en el reparto de una condición existencial, por momentos electiva y fundada sobre ideales.
Comprobamos sin interrupción el conjunto de varias identidades privadas y colectivas, y cuando nos preguntamos “¿De qué historia soy obra?” (Descombes, 2013: 253), el tejido narrativo bien puede presentar un hilo discursivo, pero sin eliminar la heterogeneidad de partida. Es por ello que la historia interroga al sujeto, en la medida en que una pura identificación no es más que un despliegue inerte de sí mismo que no ha aceptado hacer frente a una comprensión. Ésta última abre arqueológicamente los paradigmas de las posibilidades conjuntas a las acciones y a los hechos efectivamente realizados por el pasado.
5.3. La interposición del sujeto
El sujeto está caracterizado por una dialéctica entre formación recibida y forma dada que debe reproducirse socialmente allí donde las identidades no son más que verbos totalmente particulares, microescenificaciones actoriales (dramatis personae) en las que se han potencializado los roles actanciales. El sujeto tiene la tarea de activar las identidades como si estuviera compenetrado por ellas; al mismo tiempo, el sujeto es una prueba de consistencia de la herencia cultural que sólo se afirma en tanto interposición a formas identitarias ya en circulación.
El sujeto parece reivindicar igualmente una afirmación de sí mismo extraformal o en todo caso posicionado en los intersticios entre varios dominios de la semántica social: sobre el plano de la plenitud de vivir, del sentimiento de libertad, de la felicidad, del placer. La interposición puede afirmarse también en tanto detención de la transmisión, intransitividad de una escenificación actorial.
Como tomado por una doble obligación, el sujeto no puede más que afirmarse y monitorear su condición a través de perfiles identitarios; sin embargo, puede experimentar su satisfacción13 solamente de manera contingente, como estesis o gesto intransitivo. Así, la finalización de la existencia parece ser constitutivamente compartida entre capitalización y consumo informal, a tal punto que la visión destinal es suspendida de manera contradictoria entre coherencia de recorrido e intermitencia del placer.
No debe llegarse a la conclusión de que sólo existen sujetos atormentados, lo que sería una banalidad y un error. Debe señalarse en todo caso que el aspecto indomable del sujeto reclama un aspecto latente, lo que permite correlacionar activación y narcotización con respecto a los hilados identitarios y a los consumos puros. Evidentemente, la alternancia de sus condiciones de activación y de estasis no es en ningún caso homologable a la oposición entre conciencia racional y pulsión inconsciente (el placer puede ser totalmente sensato o una conducta totalmente incoherente), pero es probablemente un factor de constitución del inconsciente.
Como para operar una suerte de terapia de esta alternancia, hoy se moviliza la identidad que es a la vez corporativa y singular: un nosotros proyectado y un yo siempre indiscutible del exterior. El autocuidado se ha transformado en una disponibilidad del yo, lo que parece autorizar a la identidad comunitaria a escapar de los peligros del identitarismo, el cual se encuentra normalmente atado a la absolutización del nosotros y a la indisponibilidad del sí mismo. Queda por ver cómo podemos dar una forma singular a lo que deberíamos solamente consumir (vivir) o si al final el resultado no es más que una institucionalización ulterior de las identidades obsesionadas por una materia que se pliega de manera inédita, o incluso insospechada, tomando nuevas formas.
Es posible que el carácter fascinante de la interrogación —ella puede transformarse en una forma de vida— sea el punto de equilibrio entre el trazado identitario y el consumo: una continuación catafórica de demandas puntuada por respuestas que hacen sentir su ausencia o su impertinencia. He aquí una subjetividad punteada.
6. La legitimación del sujeto
6.1. Paradojas y dobles coerciones en la negociación de la subjetividad
Puede darse a la subjetividad un estatus institucional, como la persona jurídica. Ella es la imputación de una autonomía de conciencia interpretativa y de deliberación que sin embargo es movilizada según roles cognitivos y afectivos vinculados a modelos de racionalidad y de sensibilidad estereotipados, o simplemente reguladores de una gama de conductas plausibles. La subjetividad sería entonces tratable institucionalmente solamente si ella es progresivamente depurada de sus características insondables y cuestionada con respecto a sus pretensiones de singularidad radical.
Sin embargo, la fineza hermenéutica es a menudo reatribuida a la inteligencia y a la sensibilidad del intérprete institucional. Pero entonces todo sucedería como si la autoridad de una singularidad pudiera imponerse en detrimento de otra. Por el contrario, el verdadero respeto hacia el otro sería el abandono de toda pretensión de comprender la posición de este último al mismo nivel, o incluso mejor que él. Por una parte, la subjetividad no puede constituirse por fuera de la alteridad que la reconoce y que la piensa; por la otra, el valor agregado de la subjetividad con respecto a otras subjetividades dependería de la intimidad de su aporte, o incluso de su espontaneidad creadora, lo que podría excusar la asimetría de su singularización.
Por una parte, una personalidad subjetiva es irreductible a la autodesignación (Descombes, 2004: 146), por la otra, lo que las subjetividades pueden reconocerse es una intimidad inintercambiable.
Sin embargo, lo íntimo es intimado dos veces: por apropiación necesaria de su propia carne y por correspondencia exhortativa a la intimidad de los demás. No existe ninguna prioridad entre reclamo y llamado a la intimidad, sino más bien una dinámica de interapropiación que nos intima a tener una intimidad.
Paradójicamente, la intimación a responder en tanto sujeto íntimo sobrepasa toda pretensión autárquica de un sujeto. La propioceptividad abre la significación de una exposición, la interapropiación invita a aumentar una distancia y una profundidad. Este doble régimen parece ofrecer una ruptura con respecto a un idealismo cognitivo del sujeto ejecutado solamente sobre atribuciones e imputaciones. Al mismo tiempo, este doble régimen no es homologable a una separación entre lo sensible y lo inteligible. Por el contrario, en la sutura propioceptiva, es posible encontrar la enacción del cálculo de la acción a partir de lo percibido, y en la interapropiación, la enacción de una afectividad responsable a partir de una interpelación.
No obstante, el autocuestionamiento “¿cómo puedo aprehender el mundo?” es ya una alteración del régimen de sentido, un autoposicionamiento que presupone también sus vértigos. La autoatribución de un juicio va de la mano con la sensibilización de una contingencia interna, la apropiación con la concientización de la dependencia, la epistemología con una agnotología.
El ser acompaña la subjetividad como un fantasma ontológico que cambia su naturaleza, al mismo tiempo memoria de un origen y recuerdo de un destino; en efecto, el ser sería con anterioridad el esqueleto de toda escena actancial —un orden prediscrecional— y con posterioridad la escala de medida de una predicación que va de lo constativo a lo demiúrgico. La subjetividad va de la mano con el cambio de escala de las predicaciones, pero lleva al ser a entremezclarse con sentimientos de desproporción, con titubeos o incluso con ataques de modestia o de titanismo. En suma, la cuestión de la subjetividad emerge como marco de apreciaciones del sujeto, en su dilatación entre apropiación y dependencia de los valores, organización proyectada y orden emergente.
Las apreciaciones son los resultados de las mediaciones necesarias para sobrepasar la oposición entre, por un lado, lo cuantitativo calculable y generalizable y, por el otro, lo cualitativo evaluable solamente de manera idiosincrática. Melandri (2004: 792) ha indicado este sobrepaso con una correlación entre las dos vertientes que las vuelve conmensurables y explotables para la significación: esta correlación es la analogía de la experiencia. Lo que es propio de la subjetividad no es la categorización o, por el contrario, lo vivido, sino la circulación entre di-polaridades, cada una capaz de necesitarse mutuamente (lo constativo y lo demiúrgico).
El sujeto se impone como aspectualizador (parámetro espacial, temporal y actancial de las apreciaciones), pero no puede más que circular entre lo que retiene y lo que debe todavía gestionar de manera diferente, según una heterogeneidad de medidas que igualmente no puede ser más que una pluralización de su vocación de ser anti-objeto (Melandri, 2004: 767). Con respecto a esta vocación, el sujeto debe no solamente establecer la aplicación local de su escala de predicación, sino cavar de antemano un nicho ecológico intensivo y ad hoc (la naturaleza —y su naturaleza también— no indiferente).
6.2. Sujeto del derecho y sujeto al derecho
El sujeto humano es sujeto del derecho desde el momento que y hasta que posee la capacidad de dejar signos que remitan a su libre determinación; y permanece sujeto al derecho si sus facultades deliberativas autónomas no son adquiridas o si ellas son perdidas por razones fisiológicas (enfermedad, vejez, muerte). El derecho pone bajo tutela las actualizaciones o las potencializaciones de subjetividad, pero no es enunciable, no puede dársele voz, recurrir a él únicamente si una subjetividad está ejemplificada por un acto de lenguaje, incluso si se encontrara confiado a una tutela: la aplicación del derecho determina una entrada discursiva necesaria sobre la justificación de su institución —es necesario que haya sujetos dispuestos a responder ante él.
El sujeto no puede más que vivir de este modo la paradoja de una ejemplificación debida y de una tutela institucional de la humanidad ausente. El sentido institucional no sería finalmente más que la capacidad de proteger una significación in vivo allí en donde ella pasa a través de la interrupción la cadena de sujetos de derechos. Instauramos las instituciones porque el verdadero problema no es el respeto del contrato social sino su preservación allí donde no existe una deconstrucción en acto de una red de actores; el problema no es clasificar casos jurídicos, sino reordenarlos allí donde las instancias no serían sujetas al derecho de manera inmediata (Luhmann, [1965] 1995).
Es por ello que el sujeto al derecho debe jugar el rol de los dramatis personae (Melandri, 2004: § 5.3) y encontrar sus limitaciones modales a través del otro, aun si este último es, por el momento, todavía ficticio: límites de libre interpretación, de ejercicio de sus funciones, de decisiones sobre los destinos de las partes involucradas en un proceso.
Vemos entonces que el sujeto emerge en el cruce de caminos de las limitaciones recíprocas (de libertad, de propiedad, de palabra, etc.) que los individuos se acuerdan a fin de otorgar una curvatura significativa a las modalizaciones de cada uno: en efecto, esta curvatura es un arco hermenéutico tendido hacia el establecimiento recursivo de lo negociable (lo social) y de lo no negociable (lo íntimo). No existen sujetos sin complicidad, y es mejor que esta última no sea un crimen; es por ello que la violación de los derechos fundamentales del hombre puede funcionar paradójicamente como una atestación de las limitaciones de la complicidad que los ha reconocido e instituido (nuevamente una entrada de un principio que muestra paradojas durante su reaplicación).
Los delitos de omisión de auxilio muestran bien que el sujeto es llamado a aceptar una gramática de la reciprocidad: el sujeto del derecho es reclamado por un sujeto al derecho, cuya ausencia practica una inversión de los roles y el sujeto originariamente poderoso soporta una imputación de delito. La libertad debe confirmar la dignidad y viceversa (Luhmann, 1965: § 4). Es por ello que la locura indecente no parece merecer el ejercicio de la libertad (Goffman, 1961).
Dicho esto, ante las violaciones de libertad, una respuesta de simple disidencia es todavía posible e incluso más digna; las faltas de dignidad no admiten más que respuestas que corren el riesgo de afectar la libertad conduciéndola hacia niveles de comportamiento todavía más ínfimos. El derecho busca entonces salvaguardarse a través del decoro de su severidad; no solamente reconstruimos una dignidad a través del teatro del proceso y un deus ex machina imparcial que es el procedimiento jurídico. Este último debería simular su indiferencia última a la retórica de la representación y de los actores legítimos. ¿Pero un dispositivo institucional puede ser digno? La reintroducción de un tribunal muestra que cada jurado está ahí para ejercer simétricamente su libertad de opinión y su dignidad de ciudadano. La verdad exigida a los actores del proceso es la dignidad de los testigos, de preservar un mundo transparente a los derechos por atestación intercambiable y racionalidad compartida; sólo el inculpado tiene el privilegio de no defender la verdad porque esto podría ser una autoacusación. Consideramos encontrar aquí una prueba ulterior del carácter normativo del estatuto del sujeto (Luhmann, [1969] 1995: 16): antes de ser eventualmente el acusado, por ende reconocido como culpable, el inculpado fluctúa en función de posibles actanciales que no deben todavía estabilizarse en una subjetividad actorial.
Las instituciones de sentido deben ser encarnadas por actores que gestionan sus dispositivos y sus prácticas sumariales; hay un rito de asunción del rol institucional, una torsión identitaria para entrar en el estatuto purificado (formal) de un actante de la institución, aun si se solicita al mismo tiempo un aporte personal, un compromiso evidente y un reconocimiento implícito del actor. Este último no solamente debería reflejar un espíritu fundador, sino también hacer brillar la remotivación de su futuro.
Frente a una sociedad fuertemente institucionalizada, incluyendo en lo que le concierne al mundo privado, podemos preguntarnos legítimamente si el sujeto es un estatuto que los individuos deben introyectar. Conocemos la visión de Judith Butler (1997: 34) para la que el volverse sujeto del individuo equivale a someterse a poderes y discursos institucionales: “El sujeto es para el individuo la circunstancia lingüística que le permite adquirir y reproducir la inteligibilidad, la condición lingüística de su existencia y de su acción”. Esta circunstancia es ante todo una subordinación a los códigos y a los marcos institucionales que permiten la fuerza ilocutoria de los actos de habla. La emancipación del sujeto no es más que una tensión limitada, o incluso neutralizada, por un apego primario en el momento constitutivo de un reconocimiento externo que es al mismo tiempo un decreto de subordinación para siempre.
Lo seguro es que el sujeto es la instancia que puede resistir a la impersonalidad de los procedimientos y a la pura codificación actancial de los dispositivos. El sujeto del derecho y el sujeto al derecho muestran entonces que la persona jurídica está solicitada por debajo o por encima de las proyecciones y de las identidades “formateadas” por los dispositivos. Lo que debe sostener las instituciones —la persona— es lo que puede escapársele.