1. Los desasosiegos de una obra
La condición equívoca, controversial y fascinante de la obra de Fernando Pessoa es tal que existe la tendencia a considerarla un “caso” como si de un asunto clínico o policiaco se tratara. Razones hay de sobra. Es sabido que pese a haberse consagrado religiosamente a la escritura apenas llegó a publicar en vida un libro completo, Mensaje, y unos cuantos poemas y artículos en revistas locales e inglesas. No obstante, su producción es cuantiosa, alrededor de 30 000 hojas (Martín del Barrio, 2014) que Pessoa albergaba en un baúl, con el que cargaba en cada mudanza. A la muerte de éste su familia lo conservó y, en 1975, se incorporó al acervo de la Biblioteca Nacional de Portugal. Miguel Bayón Pereda (1991) afirma que el número exacto de los documentos encontrados es de 27 543 folios distribuidos en 343 sobres. Desde entonces ese baúl, lleno de gente, como diría Antonio Tabucchi, no ha terminado de mostrar su hondura y ha desvelado a innumerables filólogos, críticos y editores todavía hechizados por la enigmática obra pessoana.
La de Pessoa, al ser fragmentaria, laberíntica e incluso desordenada, se convierte en una obra abierta y de imprecisos bordes. Acaso también infinita. Los investigadores tienen que habérselas con manuscritos poco legibles, donde se entrecruzan diferentes temas, trazados en los más diversos soportes. Los escollos son múltiples y pocos los criterios consensuados, así que cada estudioso termina por operar una selección hasta cierto punto arbitraria y subjetiva, esto es, hace su propia interpretación y crea un ¿nuevo? texto. ¿Qué otra cosa podría acontecer ante la veladura, la broma, el fingimiento, la ambigüedad y a veces la contradicción de un escritor que hizo del juego dramático una forma de vida?
La deriva editorial que ha seguido la obra de Pessoa conduce a preguntas aparentemente elementales pero que no dejan de ser inquietantes: ¿qué es, finalmente, una obra?, ¿quién, qué es el autor? ¿Hay algo en el fondo de este espejo de la imaginación que reproduce rostros o es sólo el vacío el que lo sustenta? ¿Quién es Fernando Pessoa: una máscara tras la cual se multiplican personajes imaginarios, o tan sólo un nombre que los reúne? ¿Un nombre que es fuente incesante de lecturas? Pues los editores trabajan sobre la clasificación que el equipo de la Biblioteca Nacional de Portugal hizo,1 pero ¿sería la que Pessoa habría proyectado? Es cierto que él dejó desperdigados aquí y allá, sobre todo en las cartas, “planes” de cómo organizaría tal o cual material. Sin embargo, todo queda en los terrenos movedizos de la especulación. Por lo que, ante estas dificultades editoriales, el único asidero para emprender cualquier análisis es el texto, tal como ha sido publicado.
Me propongo aquí entonces delinear las estrategias discursivas mediante las cuales se constituye el sujeto en Notas para recordar a mi maestro Alberto Caeiro (Pessoa, 2005). Acudiré a algunos otros pasajes de su producción epistolar y al ensayo “Los grados de la poesía lírica” (Ordóñez y Escalante, 1988).
2. Pulsión fabuladora
Pessoa distinguió con claridad su producción ortónima (la escrita por y en nombre del autor) de la heterónima. Esta última la consideraba la obra “del autor fuera de su persona”, que adjudicaba a una “individualidad completa fabricada por él, como lo serían las palabras de cualquier personaje de uno de sus dramas” (Pessoa, 1987: 13). Esa individualidad es distinta del autor. Ya en el concepto heterónimo se encuentra cifrada la tensión entre yo y otro, entre sujeto y no-sujeto. A diferencia del pseudónimo, cuyo prefijo plantea la oposición falso-verdadero, el heterónimo pone en evidencia la aparición no de lo falso sino de lo otro que parece formar parte de la identidad misma.
En el contexto de la obra de Pessoa, el pseudónimo tiene valor de disfraz en tanto esconde al escritor, presupuesto debajo de él. Su intención es resguardarlo. En cambio, el heterónimo parece tener el valor de máscara, si pensamos en la función que ella desempeñaba en el teatro griego antiguo. Se denominaba prósōpon y era utilizada por el actor con la finalidad de hacerse oír por la audiencia. Era un mecanismo de resonancia de la voz; de ahí que máscara en latín, persona, aludiera a tal condición acústica: per-sonare, esto es, “sonar a través de” (Betancur García, 2010: 130). De modo que la máscara sería el canal de la voz y portavoz, diríamos, de la identidad del personaje. Como afirma John Jones (cit. por Rodríguez Delgado, 1993: 157), la máscara muestra la identidad del personaje; por ello las máscaras en la tragedia griega “no debían su interés a realidades más lejanas situadas detrás de ellas, porque ellas declaran al hombre completo” dado que la máscara se puede entender como una “conjunción de archi-rasgos” (Pestano, 1998: 37) y por la cual el actor deviene personaje. Por la máscara se hace posible la emergencia del personaje. En este sentido, podríamos pensar la máscara como una figuración de la instancia de enunciación, instancia por la cual emerge el personaje, los personajes.
Acaso el destino literario de Pessoa estaba escrito en su propio nombre. Hay que recordar que en portugués su apellido significa persona. Y persona deriva del término etrusco phersu, y éste a su vez de prósōpon, término que designaba, como he dicho, la máscara del actor y después pasó a designar al personaje teatral (Gómez de Silva, 1985: 538). Este peculiar dato onomástico terminó ligándolo al ámbito teatral. Pessoa afirmó siempre ser un poeta dramático, por lo que denominó al principal conjunto heteronímico —formado por Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y Ricardo Reis— un drama en personajes.
En todo drama existe un conflicto, como afirma Hegel:
la acción dramática no se limita a la simple realización de una empresa que sigue pacíficamente su curso, sino que se desarrolla esencialmente en un conflicto de circunstancias, pasiones y caracteres, que lleva consigo acciones y reacciones, más un desenlace final (Hegel, 2005: 103).
Pero en el “caso Pessoa” —específicamente en el texto que nos ocupa, Notas para recordar a mi maestro Caeiro—, si bien es cierto que cumple con varios rasgos del drama, como tener personajes que dialogan e “interactúan”, uno se pregunta ¿cuál es la trama? ¿Cuál es propiamente el conflicto representado? Desde mi punto de vista, ese drama en personajes consiste en la construcción o, más exactamente, en la fabulación del sujeto. Pero, ¿cómo se lleva a cabo? Un primer acercamiento permite ver dos procedimientos, en apariencia contradictorios, puesto que van en sentido opuesto y actúan en distintos niveles. En el nivel del enunciado se observa un proceso de personificación. Sin embargo ello exige que, en el nivel de la enunciación, haya un proceso de despersonalización.
Por principio, el lector se enfrenta a la siguiente situación comunicativa o enunciación literaria (Filinich, 1997): un autor bajo el nombre de “Pessoa” destina una obra a un lector. Esta obra se puede considerar un enunciado y como todo enunciado ha sido producido por lo que Greimas y Courtés denominaron una esquicia creadora. El vocablo esquicia contiene en su etimología la raíz griega skhistós que significa rajado, es por ello que en semiótica se vincula al acto de lenguaje en tanto implica una escisión por la cual se distinguen sujeto, lugar y tiempo enunciativos de “la representación actancial, espacial y temporal del enunciado” (Greimas y Courtés, 1982: 113). Mediante este desembrague actancial, espacial y temporal, se proyecta un no-yo, no-aquí, no-ahora en el enunciado, lugar donde se manifiestan los heterónimos.
En el caso de Fernando Pessoa, esta esquicia activa otro de sus sentidos, el que lo emparenta con términos como esquizofrenia, palabra compuesta por las raíces griegas skhízo, que significa “yo parto, disocio” y phren, que significa inteligencia; literalmente esquizofrenia sería inteligencia partida, disociada o dividida. De hecho esquizofrenia deriva de la palabra esquisto, una piedra cuya particularidad es tener apariencia de hojaldre. Con estas referencias no pretendo hacer pasar a Pessoa como un esquizofrénico.2 No obstante, este rasgo “patológico” entra en el juego literario a través de la noción de despersonalización que da lugar a la aparición de los heterónimos. En la famosa carta del 13 de enero de 1935, dirigida al poeta y crítico Adolfo Casais Montero, Pessoa “explica” el surgimiento de los heterónimos de la siguiente manera:
El origen de mis heterónimos es el profundo rasgo de histeria que existe en mí. No sé si soy simplemente histérico o si soy, más propiamente, neurasténico. Tiendo a la segunda hipótesis, porque hay en mí fenómenos de abulia que la histeria, propiamente dicha, no encuadra en el registro de sus síntomas. Sea como fuere, el origen mental de mis heterónimos está en mi tendencia orgánica y constante a la despersonalización y a la simulación (Pessoa, 1987: 43).3
En este pasaje se advierte el funcionamiento de la esquicia creadora, que María Eduarda Mirande (2012) en su artículo “El mundo de la totora”, presenta como un recorrido generativo en tres fases: desquicia, enquicia y esquicia. La primera, la desquicia, corresponde al momento de la escisión provocada por esa “tendencia orgánica” que proyectará un no-yo, no-aquí, no-ahora. Interesa señalar que dicha escisión no es catalizada por un evento proveniente del mundo exterior, sino que es motivada desde el interior del cuerpo, como una energía que empujara buscando el momento del acontecer de la dehiscencia.
En otra carta, refiriéndose a la despersonalización y a la simulación, Pessoa (1987: 43) se expresa así: “Estos fenómenos […], afortunadamente para mí y para los demás, se han mentalizado en mí; quiero decir, que no se manifiestan en mi vida práctica, exterior […]; hacen explosión hacia dentro y los vivo yo a solas conmigo”.
¿Esto indicaría que no hay exterocepción sino sólo interocepción? La fenomenología, que está en la base de la semiótica de lo sensible, nos ha acostumbrado a pensar que la percepción se despliega siempre en tres ámbitos: el cuerpo propio (propiocepción), que es el encargado de producir la semiosis mediante la articulación de lo externo (exterocepción) y lo interno (interocepción). La propioceptividad es el término complejo que reúne las categorías interoceptividad y exteroceptividad.
En Soma y sema, Fontanille (2008: 31) afirma que
en la construcción de la significación, la operación de la semiosis, por la sumisión de la exterocepción a la interocepción, gracias a la mediación del cuerpo propio, permite la puesta en relación de un plano de la expresión (de origen exteroceptivo) y de un plano del contenido (de origen interoceptivo).
Pero en el fragmento citado de la carta de Pessoa el mundo exterior al sujeto no figura como el detonador del proceso de semiosis. La atención del sujeto no está volcada hacia el mundo de las cosas, como si esa abulia le impidiera al sujeto atender su entorno, hasta que “algo” en su interior (suponemos una suerte de excitación, acaso producida por la histeria) se mueve y lo mueve, desencadenando así el proceso de semiosis. ¿Será, pues, que lo “otro” que suele provenir del exterior no está allá afuera sino adentro del sujeto? ¿Quiere decir que ese otro “mi-carne”, como lo llama Fontanille, surge del interior y lo socava, confirmando así la sospecha vallejeana “a lo mejor, soy otro”?4 ¿Y si esta fuerza es la que hace hacer, entonces, sería un sujeto-otro dentro del sujeto?
En la siguiente fase, la enquicia, el cuerpo advierte dentro de sí esa “explosión” energética. A partir de ésta comenzarán a operarse, con participación de lo inteligible, los procedimientos de figurativización, esto es, en estricto sentido, la fase de esquicia. El cuerpo opera esta esquicia creadora transformando esa pulsión fabuladora en voces y personajes, de modo que se vuelve literal y literariamente un escenario teatral. No es gratuito que Pessoa acuda a una metáfora espacial para ilustrar su pulsión figurativa que es sobre todo una pulsión fabuladora, un instinto dramático. En otra de las cartas dice: “Me siento múltiple. Soy una habitación con innumerables espejos fantásticos que distorsionan en reflejos falsos una única realidad anterior […] yo me siento varios seres” (Pessoa, 1987: 53).
Esta fase de esquicia permite ver cuáles son los principales procedimientos orquestados por la instancia de enunciación para dar forma al sujeto (a los sujetos) en el nivel del enunciado. Básicamente, se da un proceso de figurativización, que se realiza mediante operaciones descriptivas por aspectualización. El pináculo de esa estrategia descriptiva descansa en tres elementos: la asignación de un nombre propio, de una biografía (compuesta no sólo por un relato de vida sino también por una prosopografía y una etopeya) y, sobre todo, la atribución de una obra.
En Notas para recordar a mi maestro Alberto Caeiro, Álvaro de Campos cuenta las circunstancias y las razones por las cuales conoció al que sería no sólo maestro suyo sino de otros más: Ricardo Reis, António Mora, e incluso un tal Fernando Pessoa. Álvaro de Campos hace el retrato de cada uno de ellos. De Alberto Caeiro, el maestro, se indica las características físicas (ojos azules, mentón un poco saliente, color pálido, cabello abundante y rubio, estatura mediana tirando a alto, encorvado, sin hombros altos, frente blanca, manos un poco delgadas, palma ancha, sonrisa bella), los rasgos de carácter (mirada de niño que no tiene miedo, aire griego, voz libre de timideces y de dudas), y hasta la postura filosófica que lo caracterizó (pagano, sensacionista). Lo irónico y perturbador de dichas notas es que Fernando Pessoa también aparece como parte del conjunto dramático.
Esta ficcionalización del autor lo convierte, a fin de cuentas, en un heterónimo más. A éste, Álvaro de Campos lo describe escuetamente sin dar características físicas; apenas lo esboza diciendo que es una madeja enredada hacia adentro, que tiene la ventaja de vivir más en las ideas que en sí mismo. Pero ¿cómo es que siendo una madeja enredada hacia adentro este personaje no pueda vivir en sí-mismo? ¿Qué es este sí-mismo? ¿Por qué vivir en el sí-mismo representa, según Álvaro de Campos, una desventaja? ¿A qué entidad se refiere? ¿Se trata del sujeto?
3. Personificación y despersonalización
Tratar de definir lo que es el sujeto parecería una empresa entre titánica y laberíntica; sin embargo, tal vez alguna utilidad podamos hallar en el análisis de las definiciones ya existentes. Después de consultar diversos diccionarios5 las múltiples definiciones encontradas podrían clasificarse en dos grandes grupos. Uno claramente asimila el sujeto a los términos persona, humano, espíritu o conciencia. El otro grupo hace referencia a un sujeto no antropomorfo, pero destaca como rasgos propios de sujeto los semas fuerza, potencia y capacidad (para actuar, juzgar, hablar o predicar). Esos rasgos subyacen en la categoría sujeto humano. De tal suerte que podría inferirse que sujeto es una fuerza o una energía con la capacidad de hacer y que este hacer puede manifestarse, en el discurso, bajo la forma de lo humano o no, dependiendo del grado de figurativización que alcance en el discurso. Si esta fuerza es capaz de adquirir gradualmente alguna figura quiere decir entonces que esto que estamos entendiendo por sujeto es un proceso que puede ir ascendiendo de un grado cero de la figura (no antropomorfa) hasta un nivel más alto, el de la iconización (antropomorfa).
En este orden de ideas, la subjetividad sería la sombra proyectada por la presencia del sujeto. El grado de subjetividad de un texto estará en relación directa con el grado de figurativización que tenga el sujeto en el enunciado, aunado a otros fenómenos como las modalidades y la focalización que conducen a hacer patente la presencia del sujeto. En suma, podría decir que sujeto es una fuerza performativa susceptible de expresarse en el discurso en distintos grados. Este proceso de figurativización indica entonces que el sujeto también sigue su propio proceso de semiosis, donde el sujeto sería a la vez fuente y meta. Al menos en el caso específico de Fernando Pessoa, puesto que el drama en juego es, en principio, la constitución misma del sujeto. Esta fuerza que está en el origen del discurso no es otra cosa que el deseo mismo de ser, de ser sujeto. Es el deseo de tener el conocimiento de que se es. Ello explicaría el provocativo epígrafe que antecede a las Notas: “¿Qué importa existir, si se es?”.
En el caso de las Notas, tenemos que este “impulso orgánico”, que hace implosión en el cuerpo, se discursiviza adoptando formas antropomorfas. Los heterónimos son construcciones, deberé decir, sujetales que han alcanzado un alto grado de figurativización, con la finalidad de dotarlos de “realidad”. Ello se consigue a través de la descripción, porque, como afirma María Isabel Filinich (2003), por la descripción algo viene a la presencia y adquiere existencia. Este mecanismo discursivo crea una ilusión referencial. Esto explica la minuciosidad con que se describe a cada heterónimo. De hecho, Pessoa declaró que para la publicación de su obra heterónima proyectaba incluir además de las biografías de los personajes, la carta astral de cada uno y, todavía más, planeaba incluir fotografías.
Pero la descripción no es el único recurso. Hace falta decir que el sujeto es el resultado de un proceso no sólo figurativo, sino también de un proceso de transformación, pues sigue su propio proceso de semiosis. No carece de interés decir que la máscara está asociada a la transfiguración; facilita “el traspaso de lo que se es a lo que se quiere ser; éste es su carácter mágico, tan presente en la máscara teatral griega, como en la máscara religiosa africana u oceánica. La máscara equivale a la crisálida” (Cirlot, 2010: 308). El sujeto es, de este modo, también, un relato. Al respecto, me ha resultado oportuno el estudio Hermenéutica del sujeto de Foucault (1994).
En esas conferencias dictadas en el Colegio de Francia entre 1981 y 1982, poco antes de su muerte, Foucault aborda el tema del sujeto y del conocimiento de éste a través de “el cuidado de uno mismo”, una de las posibles tecnologías del yo. Una tecnología del yo comprende una práctica o conjunto de prácticas que el sujeto ejerce sobre su cuerpo, su alma, sus pensamientos o su conducta, con miras a su transformación. Como el propio Foucault declaró, el objetivo general de toda su obra fue “trazar una historia de las diferentes maneras en que, en nuestra cultura, los hombres han desarrollado un saber acerca de sí mismos” (Foucault, 1990: 47). Dicho de otro modo, afirma: “He intentado elaborar un historia de la organización del saber respecto a la dominación y al sujeto” (Foucault, 1990: 49). Es por ello que su estudio sobre la transformación del sujeto en la filosofía griega antigua resulta relevante para una reflexión sobre la constitución del sujeto, en general. Y también para el caso Pessoa, en particular, puesto que el drama que plantea es, parafraseando a Foucault, ¿qué transformaciones debe operar el sujeto para llegar a la verdad de su ser sujeto? (Foucault, 1994: 41).
En el marco de la filosofía griega antigua, por sujeto se entiende el “uno mismo” y, a su vez, el “uno mismo” equivale al alma, porque es ella quien mueve a la acción (fuerza performativa), de tal manera que “sujeto es aquel que se sirve de medios para hacer cualquier cosa” (Foucault, 1994: 47). Como se ve, en esta definición está presente el rasgo primordial del sujeto: la “acción”, el hacer.
Las prácticas del cuidado de uno mismo tienen como finalidad última llegar a “ese sí mismo”, llegar a ser “uno” consigo mismo. Esto quiere decir que el cuidado de uno mismo exige una transformación, que consiste en pasar gradualmente de la condición de no-sujeto (grado cero) al estatuto de sujeto (grado icónico); lo que, en la filosofía del cuidado de sí, equivale al proceso que lleva al individuo de la ignorancia o estulticia a la sabiduría, es decir, del no-saber al saber. El sujeto queda definido “por la plenitud de la relación de uno para consigo mismo” (Foucault, 1994: 58).
Para que la transformación del no-sujeto en sujeto sea posible se requiere la participación de un tercero: el maestro, quien actúa como un “operador en la reforma de un individuo y en la formación del individuo como sujeto” (Foucault, 1994: 58), lo que en semiótica actancial se denomina adyudante. Dicho proceso de transformación del no-sujeto en sujeto se advierte de manera muy nítida en cada uno de los personajes heterónimos, incluido el de Fernando Pessoa. En la descripción hecha por Álvaro de Campos sobre cada uno de ellos, siempre menciona ese momento de transformación que todos los discípulos de Caeiro vivieron al conocerlo. De Ricardo Reis, se dice que se completó gracias a Caeiro porque le aportó “la materia de sensibilidad que le faltaba”. Gracias a Caeiro, el indeciso António Mora “encontró la verdad”, pues el maestro “le dio el alma que no tenía”. Por su parte, Álvaro de Campos confiesa que desde que conoció a su maestro Caeiro se afirmó y desde entonces, asevera, “he sido yo”. Después de recordar su encuentro con Caeiro, Álvaro de Campos cuenta:
Más curioso es el caso de Fernando Pessoa, que no existe, propiamente hablando. [Después de conocer a Caeiro y escuchar El guardador de rebaños, se] fue a su casa con fiebre […] y escribió, de un tirón o sentado, la “Lluvia oblicua” […] Fernando Pessoa hubiera sido incapaz de arrancar aquellos extraordinarios poemas de su mundo interior de no haber conocido a Caeiro. […] no habrá nada más realmente Fernando Pessoa, de más íntimamente Fernando Pessoa [que] esos poemas [pues son] la verdadera fotografía de su propia alma. En un momento, en un único momento, consiguió tener la individualidad que no tenía antes ni podrá volver a tener, porque no la tiene (Pessoa, 2005: 23-25).
Resulta extraño que todos los personajes logran llegar a sí mismos, es decir, experimentan de una vez y para siempre el placer de conocerse y afirmarse en su unidad identitaria. Llegan a experimentar eso que Foucault llamaba la plenitud de la relación consigo mismo y que en el texto se nombra como “individualidad”. Todos, ¡excepto el personaje de Fernando Pessoa!, quien sólo la vivió por un único momento y jamás, se dice, volverá a tenerla, “porque no la tiene”. Tal pareciera ser el núcleo de este drama en gente: no poder llegar a constituirse en una unidad. Se trata de una representación de ese otro drama que acontece en el nivel de la enunciación.
Todo indicaría que mientras en el nivel del enunciado la constitución del sujeto se opera por un proceso de personificación incitado por la pulsión fabuladora acompañado por una transformación del no-sujeto en sujeto, en el nivel de la enunciación el recorrido va en sentido inverso. Para la constitución de los heterónimos fue preciso entonces que hubiera, según lo plantea el caso Pessoa, un proceso de des-personalización. La despersonalización sería un proceso desfigurativo que va del ser al no-ser, o dicho de otra manera, de un alejamiento que va borrando al yo para abrirse a una exploración de lo otro. En otras palabras, este alejamiento se traduce en una anulación de la mismidad (despersonalización) para dar paso a la alteridad (personificación). Es preciso el vacío de la instancia de la enunciación para que tomen forma los otros, los heterónimos. De modo tal que para dar lugar a la fabulación de estos heterónimos su punto de partida debió ser nulificado, desrealizado, despersonificado.
En esa paradoja radica el meollo del caso Pessoa, porque revela la esencia de su poética. En un brevísimo ensayo, el escritor portugués propone cuatro gradientes de la poesía lírica que van de lo simple a lo complejo. La complejidad es la piedra de toque para medir el mérito artístico del escritor y consiste en el grado de despersonalización que éste logre. El grado más bajo lo representa el poeta de “temperamento intenso y emotivo” que expresa sus propias emociones que suelen ser monotemáticas (el amor, la tristeza, etcétera). En el segundo grado, el poeta expondrá emociones más variadas pero manteniendo una misma manera de sentirlas. En el tercer grado es menos emocional y más intelectual, por lo que es capaz de salir de su persona para expresar emociones que no tiene: “comienza a despersonalizarse, a sentir, ya no porque siente, sino porque piensa que siente; a sentir estados de alma que realmente no tiene, simplemente porque los comprende” (Ordóñez y Escalante, 1988: 167). Al grado más alto se llega cuando el poeta logra una completa despersonalización; se trata de un poeta de mayor intelectualidad e imaginación, con la capacidad de vivir estados de ánimo que no tiene directamente. En este sentido, el grado más elevado de la lírica es la poesía dramática, donde la pulsión fabuladora alcanza su más alta expresión, pues no traduce sino inventa emociones. Pero para que el poeta logre dar forma a emociones que no tiene debe convertirse entonces en una suerte de vacío tal como hacen las pitonisas o los médiums. Esto debe ser tan sólo una instancia, un escenario de representaciones.
Puede decirse entonces que el sentido sigue la trayectoria del yo al no-yo. Para el sujeto, en el nivel de la enunciación, sólo es posible afirmarse a partir de la proyección de lo que no es, como lo plantea Greimas en entrevista con Per Aage Brandt: “Yo no ‘soy’, y sólo soy en función de lo que no soy. En función de lo que soy capaz de proyectar como no-yo” (Greimas, 1987: 165). Quizá así sucedan las cosas para el sujeto de la enunciación: tener que mantenerse como un vacío para que sea condición de posibilidad de la significación y dar lugar a la emergencia de los nombres-máscaras de Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y Ricardo Reis, e incluso del mismo Fernando Pessoa. Pues al final de cuentas qué otra cosa es Pessoa sino un nombre tejido de palabras, una obra, alrededor de la cual gravitan otros nombres-máscaras. Fernando Pessoa, como ha afirmado Álvaro de Campos, “no existe” pero es, es sujeto en tanto encarna la pulsión fabuladora que da lugar a múltiples sujetos en el enunciado. Sólo habiéndose desligado de sí, siendo vacío, Pessoa se afirma. Se afirma como vacío, pero como un vacío que es promesa del lenguaje. En tal caso, la obra de Pessoa nos estaría poniendo frente a la experiencia del “afuera”, esto es, la desaparición del sujeto para que la literatura sea: “El ‘sujeto’ de la literatura (aquel que habla en ella y aquel del que ella habla), no sería tanto el lenguaje en su positividad, cuanto el vacío en el que se encuentra su espacio cuando se enuncia en la desnudez del ‘habla’” (Foucault, 1997: 6).
Entonces la lección que el caso Pessoa nos da es que la obra crea al sujeto. Y el texto, a la vez, es la proyección de lo otro de la instancia de la enunciación, que debe mantenerse siendo vacío para ejercer su hacer: su hacer texto, su hacer ser lenguaje, y su hacer ser sujeto(s).