Toda vivencia forma parte de una serie, más bien de un sistema del que forman parte otras alejadas en el tiempo.
El pensamiento, sentir o impulso que pasó inadvertido, la imagen que palideció antes de concretarse,
se revelan y aun arrojan su significación cuando aparece otra que las llama […]
Introducción
El objeto de esta contribución es el tema de la memoria a partir del modo según el cual se definió y se abordó en algunos estudios semióticos recientes,1 es decir, como “conjunto de formas y modalidades en que se encuentran disponibles informaciones y significados de un tiempo y un espacio diferentes de aquellos en que se produjeron” (Demaria, 2012: 10). Esta aproximación implica, a mi criterio, asumir una actitud analítica vuelta hacia la exploración de los procesos semiológicos de textualización de la memoria. En cuanto a la posición teórica enunciada, deseo contribuir en lo que se refiere a la dialéctica entre memoria y temporalidad,2 en los términos en los cuales ésta puede manifestarse y ser representada en algunos contextos textuales que hemos investigado desde el punto de vista semiológico.
Los conceptos memoria y temporalidad convocan casi necesariamente a otro que los sobredetermina: el concepto de testimonio.3 Según Ricœur (2000: 201), “con el testimonio se abre un proceso epistemológico que parte de la memoria declarada, pasa por el archivo y los documentos y se concluye en la prueba documental”. Si se asume esta perspectiva, se puede entonces considerar el testimonio como figura constitutiva de aquel anclaje entre intuición y sistema catagorizador que Demaria pone en la base de los intereses analíticos de la semiótica de la memoria. En esta perspectiva proponemos indagar, gracias al análisis de los documentos que desde el punto de vista cultural valen como testimonios, obras que podrían ser definidas como prácticas de anclaje.
1. Memoria, testimonio, temporalidad
La relación entre testimonio y memoria debe entenderse, para los fines del presente trabajo, como la relación entre una realidad manifiesta (el testimonio) y una mediación productiva (la memoria) en virtud de la cual podemos encontrar la distinción entre la dimensión ficcional (imaginación) y la dimensión real (percepción) de la experiencia, para interrogarnos acerca del carácter constitutivo, creativo, de la memoria y por consiguiente de su íntima relación, pero no con un pasado para rememorar, sino con un presente viviente.
Se trata de una hipótesis que analizaremos aquí por cuanto se rastrean en el corpus algunos análisis y ocurrencias textuales que hacen emerger la naturaleza paradójica de la dimensión temporal (representada) en los casos puestos a consideración, naturaleza que contradice una temporalidad entendida como trascendente que es del orden de la conciencia o cosmológico: la experiencia inaudita de un tiempo que no pasa, de un tiempo detenido (Marsciani, 2013).
Como primera afirmación de principio, hay que asumir la diferencia entre una noción de memoria concebida como mediación entre la experiencia ante-predicativa (llamada sensible) y la experiencia predicativa (llamada categorial) y una noción de memoria que, desde una aproximación psicológica por un lado y sociológica, por otro, designe una actividad cognitiva de recuperación y conservación de las informaciones. En la perspectiva de Ricœur (1984) que aquí se adopta como complemento fenomenológico de la crítica semiológica, la memoria debe entenderse como función creativa, propia de la función simbólica llamada narrar que produce configuraciones temporales, como también recuerda Demaria (2012); por así decir, la memoria nos abre inmediatamente a la íntima relación entre narrar, en tanto función simbólica, y la constitución del tiempo comprendido como configuración, o sea como mundo-tiempo que se despliega del hecho de narrar: un tiempo que es tiempo inmanente a la trama, no un tiempo del individuo o un tiempo cosmológico.
Desde este punto de vista, el horizonte en el cual colocamos nuestras reflexiones es el ámbito de la investigación que se interroga acerca de la genealogía de la memoria entendida como memoria narrativa y no como memoria histórica: el problema no será, pues, el de la recuperación de informaciones perdidas que deben ser revividas en un proceso testimonial de reconstrucción de hechos del pasado, sino —tal como he propuesto— sobre la base de Demaria (2006;2012), el de la descripción de los procedimientos textuales de producción de “configuraciones temporales”.4
2. El corpus de análisis
El corpus de análisis está constituido por las siguientes obras:
Acta general de Chile, cap. 4, documental del director Miguel Littín, (1986);
Chile, la memoria obstinada, documental del director Patricio Guzmán (1996);
La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile, obra ficcional de Gabriel García Márquez (1986), inspirada por la estadía clandestina de Littín en Chile durante la filmación del documental Acta general de Chile
Las obras que constituyen el corpus del análisis contribuyen a entretejer, cada una a su modo, la trama de la historia del golpe de Estado de 1973 en Chile contra el gobierno costitucional presidido por Allende y la sucesiva instauración de una Junta Militar que rigió el país hasta 1988. En su totalidad, entonces, las obras objeto conforman una visión estereoscópica de un único “hecho”: la historia del golpe de Estado y de la dictadura (1973-1988) en Chile.
Esta historia tiene su tiempo, un tiempo que trasciende las duraciones individuales y que está marcado por las sucesiones del antes y el después; es el tiempo que transcurre. Cada obra, y todas en su conjunto, ponen en escena también otro tiempo ya mencionado en las consideraciones generales, que es el tiempo de las experiencias individuales: se trata de las duraciones irreductibles a la generalidad del tiempo cosmológico, de la Historia, duraciones inmanentes a las experiencias singulares. ¿De qué experiencias se trata? ¿Qué singularidades se ponen en juego? Las experiencias que las obras nombran y representan son, en lo que nos interesa recuperar aquí (y asumir como dato), dos. En el plano de la Historia que se diría colectiva, la experiencia es de derrota; la derrota de una generación de hombres y mujeres chilenos que sostuvieron el gobierno de Allende y que fueron vencidos política y militarmente por las fuerzas que primero organizaron el golpe de Estado y después sostuvieron la dictadura. Después están, encajadas en la Historia colectiva y cada una encajada en la otra en un proceso interactivo de inserciones, las historias individuales, todas las experiencias de pérdida y desintegración de la identidad de las mujeres y los hombres que la historia de Chile ha sometido a un doble procedimiento de expulsión: primero, la expulsión del ámbito de la legalidad, con el consecuente sometimiento a la represión de la Junta Militar, y en segundo lugar, la expulsión en el ámbito de la legitimidad, que produjo para ellos un proceso de estigmatización social y anulación de cualquier posibilidad de reconocimiento.
En el plano de la manifestación, entonces, las obras citadas ponen en escena a mujeres y hombres víctimas de una práctica de aniquilación que luchan, durante y después de la dictadura, por el reconocimento. Un reconocimiento que tiene una doble dimensión: una reflexiva, en tanto se trata de reconocerse a sí mismos, de reconstruir la identidad fisurada por aquello que hemos llamado el doble procedimiento de exclusión; y una dimensión transitiva, por cuanto hace falta que la propia historia individual y la historia del colectivo a las que se pertenecía (entre otros, por ejemplo, al bando allendista, salvando las ya muchas y a veces profundas diferencias que se distinguían en él) puedan superar el estigma (la etiquetas de terrorista, bandido, traidor, por mencionar solamente tres) y recuperar la voz, como se suele decir en un capítulo de la “gran” Historia nacional. Con respecto a esta lucha por el reconocimiento la memoria no debe entenderse en sentido negativo, como la recuperación, porque ya no hay identidad por recuperar (fue destruida), sino de manera positiva, como reanudación, como trabajo creativo de constitución de un mundo anclado en el presente vivo. Estas son consideraciones que vamos a desarrollar más en el análisis.
Ahora, entre estos dos tiempos, el tiempo de la Historia (de Chile) y el tiempo de las historias (de los chilenos, los chilenos descritos anteriormente), existe como anclaje y como figura de sincronización entre los dos, la memoria como configuración temporal. Para aquello que nos interesa analizar aquí, esta configuración del tiempo se ha de entender: a) como inmanente a las obras que componen el corpus, y por lo tanto se deben tomar, en este contexto, como datos, y b) como resultado, el efecto, de prácticas enunciativas culturalmente situadas, con respecto a las cuales, aquellas obras son, al mismo tiempo, producidas y productoras. El análisis del corpus en cuestión deberá, dentro de los límites de este ensayo, poner de manifiesto los procedimientos semiológicos de textualización de dicho efecto.
Una última aclaración antes de comenzar el análisis: el corpus en cuestión está constituido, en parte, por documentales audiovisuales: esto puede dar lugar, desde el punto de vista de una teoría de los géneros del discurso, por un lado, y desde el punto de vista de una teoría de la imagen, por otro, a algunas objeciones acerca del estatuto testimonial de la imagen y de la capacidad del género documental para representar dimensiones “invisibles” de la experiencia humana (como el dolor y la pérdida, por ejemplo). Son dos cuestiones que no serán discutidas aquí, pero que mantendremos acotadas, por así decirlo, simplemente colocando nuestras breves reflexiones en el campo de una aproximación semiológica al estudio de los textos de valor testimonial, con el propósito de no asumir como pertinentes, para el análisis, ni el presunto valor más o menos “realista” del género discursivo en cuestión, ni el canal sensorial que transmite la información (audiovisual, en este caso), sino sólo, como hemos dicho, los procedimientos de textualización de memoria (lexicalizada diversamente) entendida como configuración temporal inmanente al corpus analizado. La referencia, por lo tanto, en nuestro caso, no será a un tiempo cronológico de visión, sino a un tiempo/duración, estratificado, un tiempo en la imagen, precisamente inmanente.5
En este sentido, el trabajo de la memoria es un trabajo productivo de constitución de los mundos-tiempo, una práctica creativa que trabaja en el interior de la relación aporética entre historias individuales y colectivas (véase, también aquí, Demaria 2006: 159 y ss.). La memoria tendría, por lo tanto, en la acepción que se acaba de describir y en la forma específica que asume en el caso, el objeto de análisis, una función inversa a la del recuerdo en el sentido de Proust: no es la empresa todavía desconocida, en el plano de la conciencia y cosmológico, de detener el tiempo a través de la función rememorativa del recuerdo, sino que se trata, de alguna manera, de dejar de recordar, para que un tiempo que se ha detenido pueda volver a fluir.
3. Figuras de la memoria
Nos limitaremos a citar y analizar algunos pasos y algunas escenas de las obras que componen el corpus, con el fin de encontrar las marcas isotópicas que puedan mostrar y justificar la configuración temporal inmanente de la serie analizada.6
En el cuarto capítulo del documental Acta general de Chile (1986), a partir del minuto 19:15 al minuto 19:50, se muestra (Fig. 1), desde la ventana de un coche en movimiento, aquello que, se nos dice, es una calle de Santiago en el momento de la toma; al mismo tiempo, la voz en off del enunciador cuya identidad sabemos, porque ya se ha manifestado anteriormente, es la del director Miguel Littín, quien plantea la pregunta: “¿Cómo contar todo eso? [...] ¿Cómo? Puesto que desde ese día (nota: 11 de septiembre de 1973) el tiempo se rompió, y la memoria ha sido destruida para siempre?”
En el documental La memoria obstinada (1996), en el minuto 4:30, la voz fuera del campo del enunciador (voz en off), que gracias a las referencias previamente establecidas, sabemos que son del director Patricio Guzmán, define el tema de la memoria en Chile como “tema cerrado”.* El director se refiere a la prohibición, aún vigente en el momento de la filmación de La memoria obstinada, de proyectar un documental de su autoría, La batalla de Chile, filmado durante los años de gobierno de la Unidad Popular, acerca de los eventos ocurridos desde la victoria electoral hasta el golpe de Estado de 1973.
En el minuto 06:00 y siguientes del mismo documental, el director Pablo Perelman, enmarcado en un plano americano, con sólo un sonido ambiental en el fondo, en una toma en directo (Fig. 2), establece la equivalencia entre memoria y dolor. Perelman habla explícitamente de esto en términos de bloqueo y también hace hincapié en la necesidad de “transformar la memoria” como única manera de asegurar que “las cosas vuelvan a fluir”.
En el minuto 23:30 y ss., Ernesto, un maestro ya protagonista de la filmación de La batalla de Chile, enmarcado en un primer plano (Fig. 3), habla de una “memoria que te ata”. Otra vez Ernesto, en el min. 46:00 y ss., enmarcado en primer plano y como en la escena anterior, con sonido ambiental, enuncia un “nosotros” y habla en estos términos: “somos una cementerio [...] en el que hemos estado durmiendo, pero lo que fuimos no murió y está listo para despertar en la primera oportunidad”.
En el reportaje de García Márquez (1986), Miguel Littín, esta vez en el papel del personaje de la escena enunciada, narra en primera persona la primera noche pasada en Chile después de regresar de la clandestinidad:
Habían sido demasiadas emociones para un solo día. Cuando volví a mi habitación, Elena navegaba en un sueño apacible, pero había dejado encendida la luz de mi mesa de noche. Me desvestí sin ruidos, preparándome para dormir como Dios mandaba, pero fue imposible. Tan pronto como me tendí en la cama tomé conciencia del silencio pavoroso de la queda. No puedo imaginarme otro silencio igual en el mundo. Un silencio que me oprimía el pecho, y seguía oprimiendo más y más, y no terminaba nunca. No había un solo ruido en la vasta ciudad apagada. Ni el ruido del agua en las cañerías, ni la respiración de Elena, ni los propios ruidos de mi cuerpo dentro de mí mismo. Me levanté agitado y me asomé por la ventana, tratando de respirar el aire libre de la calle, tratando de ver la ciudad desierta pero real, y nunca la había visto tan solitaria y triste desde que llegué por la primera vez en los días inciertos de mi adolescencia. La ventana estaba en un quinto piso, y daba a un callejón sin salida de muros altos y chamuscados, por encima de los cuales sólo se veía un pedazo de cielo a través de una neblina cenicienta. No me sentí en mi tierra, ni siquiera en la vida real, sino como un criminal cercado dentro de una de las viejas películas invernales de Marcel Carné (p. 18).
Un poco más adelante, Littín, aún en el rol de narrador, dice:
Ni ella7 ni yo debíamos buscar por el momento ningún detalle que hiciera evidente el régimen represivo latente en las calles. Aquella mañana se trataba sólo de captar la atmósfera de un día cualquiera, con un énfasis especial en el comportamiento de la gente, que seguía pareciéndome, tal como lo percibí la noche anterior, mucho menos comunicativa que en otros tiempos. Andaban más de prisa, sin interesarse apenas por lo que sucedía a su paso, y aun los que conversaban lo hacían con un aire sigiloso y sin acentuar sus palabras con las manos, como yo creía recordar que lo hacían los chilenos de antaño, y como seguían haciéndolo los del exilio (p. 28).
Una última cita del reportaje de García Márquez, siempre de Littín narrando el primer día de filmación en Santiago:
Ansioso de ir rescatando el pasado palmo a palmo, me fui solo a una hostería en la parte alta de la ciudad, donde la Ely y yo solíamos almorzar cuando éramos novios. El lugar era el mismo, al aire libre, con las mesas bajo los álamos y muchas flores desaforadas, pero daba la impresión de algo que hacía tiempo había dejado de ser. No había un alma. Tuve que protestar para que me atendieran, y tardaron casi una hora para servirme un buen pedazo de carne asada. Estaba a punto de terminar cuando entró una pareja que no veía desde que la Ely y yo éramos clientes asiduos. Él se llamaba Ernesto, más conocido como Neto, y ella se llamaba Elvira. Tenían un negocio sombrío a pocas cuadras de allí, en el cual vendían estampas y medallas de santos, camándulas y relicarios, ornamentos fúnebres. Pero no se parecían a su negocio, pues eran de genio burlón e ingenio fácil, y algunos sábados de buen tiempo solíamos quedarnos allí hasta muy tarde bebiendo vino y jugando a las barajas. Al verlos entrar cogidos de la mano, como siempre, no sólo me sorprendió su fidelidad al mismo sitio después de tantos cambios en el mundo, sino que me impresionó cuánto habían envejecido. No los recordaba como un matrimonio convencional, sino más bien como dos novios tardíos, entusiastas y ágiles, y ahora me parecieron dos ancianos gordos y mustios. Fue como un espejo en el que vi de pronto mi propia vejez. Si ellos me hubieran reconocido me habrían visto sin duda con el mismo estupor, pero me protegió la escafandra de uruguayo rico. Comieron en una mesa cercana, conversando en voz alta pero ya sin los ímpetus de otros tiempos, y en ocasiones me miraban sin curiosidad, y sin la menor sospecha de que alguna vez habíamos sido felices en la misma mesa. Sólo en aquel momento tuve conciencia de cuán largos y devastadores eran los años del exilio. Y no sólo para los que nos fuimos, como lo creía hasta entonces, sino también para ellos: los que se quedaron (pp. 34-35).
Nos gustaría ahora señalar, a partir de una descripción de las ocurrencias textuales mencionadas anteriormente, algunas consideraciones analíticas que ayudarán a encontrar a partir de ahora marcas isotópicas y, por lo tanto, hacer emerger una configuración temporal.
En todas las ocurrencias mencionadas, el lexema /memoria/ está asociado con el tema de la aniquilación, la ruptura definitiva, la opresión. Desde el punto de vista del discurso, comienza a tomar forma una configuración lexicalizable |suspensión|,8 una configuración relativa a un programa narrativo que, desde el punto de vista de la arquitectura modal del sujeto, está marcada por una actitud volitiva y ética y, al mismo tiempo, por una dimensión cognitiva (un |saber| que hay algo que saber) negada por una imposibilidad pragmática, un |no-poder-hacer| un |no-poder-recordar| porque no hay nada que recordar.
Desde un punto de vista patémico, el sujeto está marcado, como resultado de un hacer proyectivo de orden tímico, por un conflicto modal entre la actitud y la ética (|deber-recordar| y |querer-recordar|) y una imposibilidad pragmática (el |no-poder recordar| porque ya no hay objetos para recordar: la única posibilidad es paradójicamente, recordar que ya no hay nada que recordar). Dado que la |suspensión|, asumida por el sujeto (cognitivo y patémico) no como pausa, como entretenimiento (como en los ejemplos citados por Augé, 1998), sino como jaula, como dolor (recuérdense las citas de La memoria obstinada, en las que aparecen una al lado de la otra, en el espacio del enunciado, los lexemas /memoria/, /dolor/, /cierre/, asociados entre ellos de modo manifiesto).
En este sentido aparecen enunciadas y dispersas en los pasajes y en las escenas citadas, diversas figuras de la |suspensión| marcada axiológicamente, como se ha dicho, como disfórica: /el silencio/, /el cementerio/, /el exilio/. Véanse, acerca de este último punto, las frases puntuales enunciadas por Littín, narrador y observador-participante instalado en el discurso, en el reportaje de Márquez, en el que el lexema /exilio/ no designa una dislocación espacial, sino, precisamente, el revestimiento figurativo de un estado narrativo y patémico, en tanto exiliados también han sido, en palabras de Littín, aquellos que permanecieron en Chile durante la dictadura.
Desde una perspectiva discursiva, el punto de anclaje temporal del programa del sujeto de estado |suspendido| (o sea, determinado por la programación temporal que llamamos |suspensión|) es el cronónimo |11 de septiembre de mil novecientos setenta y tres|: es la única referencia de tiempo precisa, tal como se establece en las obras en cuestión, la figura de la |suspensión|, también para marcar un presente que no transcurre.
Es posible encontrar la |suspensión| como isotopía discursiva, incluso en aquellos enunciados en los que aparecen las referencias espaciales; en ellos, de hecho, nunca hay figuras de la dislocación: cada vez que se manifiesta, en el enunciado, una localización espacial, esto es /Chile/, no designación geográfica, no-marcada por así decirlo, sino operador metalingüístico (es decir, que designa y predica al mismo tiempo) acerca de la permanencia.
Todos los actores mencionados y nombrados explícitamente en los pasajes en cuestión están, por lo tanto, tomados individualmente, manifestaciones discursivas de un solo actante, todos de forma idéntica marcados por la |suspensión|, cada uno por su lado, en el eterno ahora (|11 de septiembre de 1973|) y en el eterno aquí (el aquí singular y eterno |Chile|).
A partir de la descripción de los pasajes y las escenas mencionadas emerge también, colocado en una dimensión narrativa, otro actante, un anti-sujeto si se considera desde el punto de vista del sujeto de estado marcado por la configuración discursiva que hemos denominado |suspensión|. El actante es el sujeto pragmático, una configuración temporal que puede ser definida |reanudación|. Incluso en este caso, como se hizo con el concepto de la suspensión, nos gustaría operar, en el momento de la operación arbitraria de la designación de la configuración discursiva, una especie de préstamo conceptual, de Kierkegaard en este caso. El concepto de reanudación, en Kierkegaard, se opone, desde el punto de vista categorial, al de reminiscencia: reanudación que está marcada positivamente como un avanzar, como un proceso vivificante, mientras que la reminiscencia está marcada negativamente al correlacionarse con un proceso regresivo y necrotizante.
La configuración discursiva |reanudación| está relacionada con un programa narrativo caracterizado por la misma disposición que marca la arquitectura modal del programa |suspensión|; es diferente el objeto de la disposición: No |tener que recordar| y |querer recordar| aquello que no se |puede recordar| porque está aniquilado (un programa marcado negativamente y correlacionado, por lo tanto, con una axiología del marchitamiento), sino |querer-reconocer| la posibilidad de identificarse a sí mismo y a los demás a partir de un proyecto (un objetivo) común, no más mónadas atrapadas en el hic y el nunc del |tener que recordar| que |todo fue aniquilado| sino la posibilidad de reconocerse a sí mismos y a los demás como un cuerpo capaz, dotado del poder para cambiar su historia (y, en conjunto, la Historia).
Desde el punto de vista textual, la configuración que acabamos de describir es puesta en escena gracias a una serie de elementos figurativos. Hay conectores isotópicos en todas las obras citadas: en el documental de Guzmán, el operador de conexión es un leitmotiv sonoro9 que se manifiesta entre una escena y la otra, entre el primer plano y el otro: se trata de una composición musical del tío del director, Ignacio, único sobreviviente —de la familia Guzmán— del aparato represivo de la dictadura. Los primeros planos de la gente y los paisajes son identificados por los sonidos ambientales, anclados, por lo tanto, al momento y al lugar, las disoluciones, los cambios de escenas y paseos de Ignacio, único personaje filmado en movimiento, en cambio, se acompañan con la composición musical, figura por contraste, de “des-anclaje” con respecto a la fijeza temporal y espacial.
En la escena mencionada de Acta general de Chile, la figura de |reanudación| es la voz en off del director Littín: la asincronía entre el punto de vista, el travelling por las calles de Santiago, y el punto de escucha, la voz en off es, de nuevo, la figurativización de des-anclaje respecto de la presencia temporal, y la permanencia espacial (en nuestro caso, ambas, recordemos, figuras de la |suspensión|). La misma función de des-anclaje es asumida, en el paso del reportaje de Márquez citado, por la voz de Littín, esta vez en el papel del narrador, que desde un punto de vista semántico figurativiza el proceso transindividual de conexión del yo-aquí-ahora (que mantiene unidos —véanse los pasajes citados— el presente y el pasado, el aquí y el allá, el yo y el nosotros).
Conclusiones
Ahora nos gustaría intentar trazar una breve reflexión final: es evidente, a partir de la descripción de los trabajos citados, que la representación de la memoria, que es al mismo tiempo, producida y productora en la “serie” analizada, designa un trabajo de puesta en común de lo disperso, en el sentido de dividido; mientras que el recuerdo está relacionado con la incapacidad para reconocer y reconocerse y, por tanto, en última instancia, para dar testimonio. La enunciación de lo que se ha perdido, en los contextos textuales que hemos analizado, no pertenece al orden cognitivo de la información, sino que se sitúa en otro nivel: se trata del reconocimiento ético, de sí mismo y de los demás, a partir de un proyecto común. Esta capacidad de reconocerse a sí mismo y a los demás a partir de un proyecto común, la obligación de recordar que no hay nada que recordar (lo que hemos llamado en el nivel narrativo |suspensión|), ha sido aniquilada. Las víctimas del golpe de Estado y la dictadura están en términos semánticos |no-muertos| si se ven desde la orilla, por así decirlo, de la memoria y el olvido; atrapados en un eterno presente: el once de septiembre de mil novecientos setenta y tres.
A partir de estas consideraciones, el trabajo de la memoria, cuya función significativa inherente al corpus en cuestión hemos analizado, es, por lo tanto, un trabajo de puesta en común, de constitución ex novo de un proyecto de valencia transitiva y reflexiva, gracias al cual es posible reconocerse y poder reconocer. Para que el hechizo de la |suspensión| se pueda romper y, como dice Pablo Perelman* “las cosas puedan volver a fluir”, tenemos que romper el aislamiento que atrapa en el eterno aquí y ahora, y poner en común: el hechizo de la suspensión no se rompe con el acto de revelación propio del recuerdo o del olvido (que son precisamente y, en el caso analizado, figuras de |suspensión|), sino con una práctica de revulsión (Barthes, 1985). Se trata de “poner en circulación” mónadas suspendidas en el yo-aquí-ahora en una nueva totalidad. Se trata, finalmente, desde el punto de vista narrativo, de convertir la |no muerte|, la configuración que hemos denominado | suspensión| en |vida|, de resolver pragmáticamente, según la modalidad que mesuradamente microanalizamos, la proyección aporética de una oposición, que llamaremos categorial, en el plano experiencial de lo vivido (es decir, en términos analíticos, un contraste). Al trabajo de la memoria se le asigna la tarea de resolver el conflicto entre una actitud volitiva que es, al mismo tiempo, un imperativo ético (el |deber recordar| porque se sabe que hay algo para recordar), y una falta,10el |no poder recordar-esto o aquello| porque no es posible el reconocimiento (entendido aquí en el sentido de los valores y no de las cosas).
Esto significa que la identidad narrativa puesta en juego aquí está marcada por rasgos de iteratividad (el |poder| y |deber| recordar que hay que recordar para recordar... y así sin descanso) y de la intensidad (tener en la mira un único y solo objetivo, que está aquí en acto: precisamente el de recordar). Rasgos, los que acabamos de mencionar, que marcan la experiencia llamada extrema, como fue aclarado en otra parte por Bertrand (2007). El sujeto implicado en el programa |suspensión|, por lo tanto, no es capaz de extensión, no puede proyectar su propia actividad sobre objetos discretos reconocidos como tales: de esto, como es evidente, resulta una incapacidad de discernimiento, y, ya se sabe, sin discernimiento ninguna actividad mnemotécnica ni testimonial es posible en el plano simbólico.
Desde un punto de vista lógico-semántico, esta práctica es la conversión de |no muerto| en |vivo|. Esta conversión consiste en una puesta en común de puntos de vista individuales en un punto de vista meta, que, como un efecto de los procedimientos de textualización que hemos descrito en el párrafo anterior, los mantiene unidos. Una práxis que cambia la identidad simbólica de los sujetos involucrados, los transforma, desde un punto de vista semántico, de magnitudes particulares, discretas, a totalidades.11 Esta transformación determina finalmente, en otro nivel, el proceso de reconocimiento, que en el caso que estamos analizando, como hemos visto, no debe ser entendido de manera clásica como una operación cognitiva, un tránsito desde un |no-saber| a un |saber| ya que, como hemos dejado claro, los actores en escena saben, y lo enuncian en varias ocasiones, que hay algo para recordar. Precisamente, la actividad proyectiva de discernimiento se encuentra aquí inhibida, se trata del resultado de un defecto (entendido como falta) de destino. El reconocimiento debe entenderse entonces como una identificación, pero no en el sentido informativo, sino en sentido axiológico, se trata en definitiva de reconocer como verdadero, desde el punto de vista semántico, un sistema axiológico otro, se trata, por último, de cambiar destino: memoria, entonces, como puesta en relación de los individuos en un proyecto narrativo de destino común.12
En esto consiste, en nuestra opinión, la eficacia simbólica del trabajo de la memoria, como se representa en la serie textual que hemos tratado de describir en estas páginas. Eficacia que coincide con la actividad constitutiva de un mundo, que es un mundo-tiempo, que se pone como operador de sincronización entre historias singulares, las “pequeñas” historias individuales y la “gran” Historia colectiva, la cual opera una mediación que hace que sea una historia diferente, una historia que ya no tiene los rasgos de lo dado, fatal, sino algo más, una historia actuada, sin fatalidad, en la que cada uno puede, de nuevo y juntos, hacer historia: cambiar el destino para hacer historia.