Todo título es una promesa. El de estas páginas ofrece poner de relieve una diferencia notoria que distingue a Álvaro Mutis entre los narradores latinoamericanos de la pléyade del boom. Dicha diferencia consiste en su actitud singular hacia el misterio. Para el narrador colombiano el misterio sí existe, pero, al abordarlo, sabe ponerle una sordina poética, convirtiéndolo en un “aura mágica” alrededor de cosas “bien sentada[s] sobre el suelo”.
Las palabras que acabo de citar pertenecen al italiano Massimo Bontempelli (1938: 502), teórico del Realismo mágico de Entreguerras. Independientemente de si conoció o no sus ideas, me parece que Mutis tiene mayor afinidad con aquéllas que con lo “real maravilloso” practicado por sus compañeros de generación.
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En este ensayo me propongo aproximarme a un Maqroll “architextual”. El vocablo pertenece a Gerard Genette y abarca “el conjunto de categorías generales o trascendentes […] a las cuales remite cada texto singular” (Genette, 1982: 7).
Según mi criterio, conviene acogerse a esta definición para indagar cómo se sitúa Mutis de cara al Realismo mágico.
1. Realismo: ¿real o verosímil?
Para poder discernir hasta qué punto el colombiano destaca entre sus coetáneos por su tratamiento distinto del misterio, hay que tener presente que también difiere de ellos en cuanto a su actitud frente al Realismo.
1.1. ¿Cuál realidad?
En su momento, los narradores del boom y aledaños se preciaban de aportar en sus escritos una visión novedosa y más refinada de la realidad. La mayoría de ellos practicaba “lo real maravilloso” y no pocos se decían secuaces del “Realismo mágico”,1 sosteniendo que su diferencia específica respecto de las generaciones anteriores consistía en haber hecho del misterio un aspecto de la vida misma. Por lo cual, tanto en los posicionamientos teóricos de los mismos como en varios estudios críticos sobre ellos, el acento hermenéutico no recae sobre el misterio sino sobre lo real.
Exagero y simplifico, pero con fines pedagógicos, para subrayar que, a la par del “Realismo social” que le precedió, el Realismo de nuevo cuño practicado por el boom tiene un fuerte componente deíctico. No necesariamente en el sentido “técnico” del término, sino en su acepción más amplia y más libre, como deixis (pongamos) temática, que incluye aquello que, dentro de la ficción, alude a la realidad extraficcional.
Con arreglo a este significado, la literatura del boom focaliza casi exclusivamente sobre Latinoamérica, de la que pretende dar una imagen objetiva y empática a un tiempo. Por su lado, Mutis le pone bastantes bemoles a dicha imagen, en cuanto “objetiva” (aun antes de hacerlo por su vertiente “maravillosa”). Su actitud al respecto tiene afinidad con la idea orteguiana de que la novela es tanto más eficaz cuanto más capaz se muestre el novelista, para crear “un recinto hermético, sin un agujero ni rendija por los cuales, desde dentro de la novela, entreveamos el horizonte de la realidad” (Ortega y Gasset, 1982: 45-46). El colombiano persigue tal hermetismo al mitigar el “americanismo” empático propio de sus coetáneos. Se llega así a una especie de deconstrucción de la deixis: si bien el mundo exterior está presente en sus datos reconocibles, en cambio se esfuman cualesquiera significado y legitimidad de los mismos.
Para empezar, el ámbito sudamericano no constituye el escenario exclusivo de la heptalogía maqrolliana.2 Tampoco nutre el Gaviero afecto alguno por un mundo donde “la inteligencia se embota, el tiempo se confunde, las leyes se olvidan, la alegría se desconoce, la tristeza no cuaja” (Mutis, 2001: 26).
Todavía más radical es la deconstrucción de la deixis temporal. Empezando por el tiempo biográfico, bastante vago en las novelas de Mutis, ya que —nos dice el autor— “[e]l rigor [...] viene a sobrar cuando se trata de ‘los comunes casos de toda suerte humana’” (Mutis, 2001: 406). Tal “rigor” —prescindible— aportarían los grandes hitos históricos alrededor de un trayecto biográfico: lo cual, precisamente, escasea en las novelas respectivas.
En éstas la actualidad inmediata está presente en sus datos más notorios (civilización material y tecnológica), no así su entorno político-ideológico, ni los acontecimientos relevantes que han sellado el siglo XX. De modo que el lector queda con la extraña impresión de que los personajes de Mutis viven, como quien dice, en una modernidad de la longue durée.3
El mismo tratamiento recibe la deixis histórica latinoamericana. Un silencio ensordecedor rodea, por ejemplo, a la Revolución cubana: el hito de los hitos para la “progresía” continental. Algo más visible es otro azote que ha venido castigando a los países de la región: la violencia, tanto delictiva como política. Mutis no deja de hablar en términos harto explícitos de la paranoia sanguinaria de los dos lados en pugna. Lo hace, empero, sin repartir culpas ni indultos, con una triste equidistancia apenas mitigada por su compasión hacia las víctimas, como si todo ello formara parte de una sórdida “larga duración”, idéntica a la no menos sórdida “banalidad del mal”.
1.2. Lo verosímil: mode d’emploi
Atemos cabos. La deconstrucción de la deixis efectuada por Álvaro Mutis da a pensar que la ficción novelesca poco tiene que ver con la “realidad real” y mucho con una circunscrita al ámbito del relato. Esta última no puede ni debe ser “veraz” sino tan sólo verosímil.
Al indagar la polisemia del término, Tzvetan Todorov descarta su significado naïf —relación empírica con la realidad— y se remite a Platón y Aristóteles, quienes habían advertido que el efecto de verosimilitud resultaba de la conformidad de un texto particular con otro, general y difuso, a cargo de la opinión pública. Por otro lado, lo verosímil no es uno sino múltiple, dependiendo sus variantes de los distintos géneros discursivos. Por último, la verosimilitud funciona como una “máscara” que disimula las reglas constitutivas del texto para hacernos creer que éstas dimanan de la realidad misma (véase Todorov, 1970: 11 ss.).
El concepto en cuestión representa, pues, una de las “categorías trascendentes” a las que se remite la saga maqrolliana en su dimensión architextual. Por ende, la exploración de su espectro semántico le proporciona a Mutis importantes pautas a seguir, primero para configurar su propio “Realismo” y luego para adscribirlo al lenguaje del Realismo mágico.
1.2.1. Bien mirada, la vox populi que respalda la primera acepción de lo verosímil no es tan “difusa” que digamos, puesto que está normada. En épocas de ética y estética clásicas, verosímil no resulta lo que es sino lo que debería ser. El “gran siglo” francés, por ejemplo, amalgamaba explícitamente la verosimilitud con la bienséance (el “decoro”). Así, con motivo de la sonada querelle du Cid (1637), el conflicto instrumentado por Corneille fue tachado de inverosímil en razón de que una doncella bien nacida no debía haber recibido a quien matara a su padre en duelo ni, luego, casarse con el mismo (véase Genette, 1969: 71 y ss.).
Los siglos prosaicos que siguieron han ido desplazando la aristocrática norma del decoro, sustituyéndola por el burgués sentido común, que rige / debe regir el comportamiento práctico de los individuos. Su desacato no sólo engendra la inverosimilitud sino también la sanciona por el ridículo. Es precisamente lo que hace Ilona en su divertido compendio de la conducta de sus dos compinches tras el rocambolesco chanchullo de las alfombras persas, mientras sus propios designios razonables proporcionan un fondo contrastante sobre el cual resalta la descabellada actuación de Maqroll y Abdul Bashur (véase Mutis, 2001: 434-435).
Mutis pone comentarios de contenido similar (sólo que en tono más grave) en boca de Maqroll mismo, quien no ignora su incapacidad de acatar la racionalidad corriente, ni de escarmentar, pese a los sucesivos descalabros que ello le ocasiona. A su manera, el Gaviero vuelve a una especie de bienséance, pero de tipo poético, consistente en amoldar la realidad “a la medida de [sus] deseos”. De ahí resulta un cierto desajuste entre la verosimilitud interna —el deber ser según el deseo— y otra empírica, que rige sobre el orbe externo. Semejante contradicción es también ontológica, pues acaba por desencajar al mundo mismo. Como cuando su propio inconsciente advierte al protagonista que había “equivocado el camino en donde [le] esperaba, por fin, un orden a la medida de [su] ansiedad” (Mutis, 2001: 29-30). De tal equivocación y tal desajuste está hecha la verosimilitud del peculiar “discurso del fracaso”, desde el cual “Maqroll el Gaviero crece como personaje marcado por el infortunio y por la fatalidad” (Camacho, 2003: 24).
1.2.2. Planteado en contexto genérico, el problema de lo verosímil remite obligatoriamente a los dos géneros de la “literatura al segundo grado”, el hipotexto y el hipertexto (véase Genette, 1982: passim). El primero suele ser un poema y el segundo, una novela que le brinda desarrollo narrativo. Es de esperar que uno y otra proyecten sus propias variedades de verosímil, pero, como los géneros hipertextuales nos interesan no tanto por separado sino en su interacción, objeto de nuestro examen formará aquí el acomodo o las desavenencias entre ambas verosimilitudes.
Valga como muestra el corpus de “las versiones que corren sobre el fin de los días del Gaviero”. En el nivel del hipertexto hay dos variantes complementarias, repartidas entre Un bel morir y Tríptico de mar y tierra. La una esboza el inicio de la secuencia respectiva, la otra la provee de un desenlace desarrollado como guion explícito.4 Por otro lado, el “Apéndice” a Un bel morir pasa revista a tres versiones más del mismo acontecimiento, procedentes de anteriores poemarios de Mutis. Se supone que los poemas en cuestión representan los hipotextos de dicho hipertexto; sin embargo, las tres variantes vienen descartadas, en razón de la incompatibilidad de sus respectivas verosimilitudes con la novelesca.
Observando de cerca los mecanismos del auto-deconstruccionismo lúdico practicado aquí por Mutis, constatamos que el criterio pragmático (aceptabilidad o no del enunciado) se combina con otro axiológico, más bien subsidiario (solvencia o no de la enunciación) y que tampoco hay mayor preocupación por la mutua congruencia de las dos normas. Significativamente, por ejemplo, “la versión que más parece ajustarse a una realidad conforme con ciertas circunstancias narradas en Un bel morir […] ha sido objetada […] por amigos y compañeros del Gaviero” (Mutis, 2001: 252): caso claro de cortocircuito entre ambas pautas, pues la vox populi rechaza dicha variante a pesar de su verosimilitud intrínseca.
Más allá de este juego irónico, cabe preguntarse si, aun descartables con base en los criterios anteriores, las versiones poemáticas podrían todavía servir de hipotextos para el hipertexto en cuestión. No es fácil dar una respuesta inequívoca.
Para empezar, hay que tener presente que, en la interacción entre el hipotexto y el hipertexto, el uno prescribe las condiciones de existencia del otro y este último procesa los datos de aquél. Ahora bien, en el nivel de la enunciación la escritura altamente simbólica de ciertas piezas poemáticas sí compagina con la similar que se da en el final de Un bel morir; en cambio, en el nivel del enunciado, nada en ellas se refiere explícitamente a la muerte de Maqroll, ni el episodio novelesco retoma algún tema puntual de los poemas.
En el juego contrapúntico de la verosimilitud entre el hipotexto y el hipertexto, “En los esteros” ocupa un lugar peculiar. Desde el punto de vista del enunciado, ya se ha dicho que ésta es la versión “más conforme con ciertas circunstancias narradas en Un bel morir”; además, está en manifiesta complementariedad con el desenlace referido en Tríptico… ¿Por qué, entonces, es desechada igualmente, en última instancia? Desde luego no por las razones invocadas en evidente son de broma (protestas de personas reales ante la desaparición de un personaje ficticio). El descarte del hipotexto ocurre aquí de rebote y es consecuencia de la crítica del hipertexto en el nivel de la enunciación. Para empezar, sin necesidad aparente, el desenlace involucra un narrador ajeno a la historia (García Márquez) y un actante intruso (Alejandro Obregón). Pero el argumento más fuerte para mirar dicho relato como espurio consiste en determinadas fallas documentales y hasta imperfecciones estilísticas; lo cual, tratándose del Gabo quien, “además de ser el inmenso escritor que sabemos […] también se precia […] de ser muy buen periodista”, resulta simplemente “inconcebible” (véase Mutis, 2001: 537-538).
Pese a imposible, semejante final descansa, sin embargo, en un deber ser de fundamento estético: “si en efecto el cadáver rescatado en los esteros por Obregón era el de Maqroll […], la historia se cierra con una hermosa precisión que no suele ser común en la vida de los hombres” (Mutis, 2001: 538). Es una verosimilitud a la que de buen grado se pliega el destino del Gaviero y sus tribulaciones.
1.2.3. Los debates acerca de lo verosímil, en su momento más crítico que fue la polémica en torno al Cid de Corneille, incluyen la defensa del autor por una voz del “gran” público que no temía hacer caso omiso de las reglas y los preceptos académicos. Sus argumentos se refieren a la coherencia estructural de la obra: las infracciones al deber ser y a la bienséance, nos dice, resultan lícitas en el supuesto de tener un papel por desempeñar en la configuración y el despliegue de la trama (véase Genette, 1969: 87-88). ¿Resultan eo ipso también verosímiles? La condición para ello representa el tercer uso de lo verosímil, según Todorov (1970): el de “enmascarar” el aspecto funcional de la obra, el entramado que la sostiene, las fuerzas que la ponen en movimiento. En esta acepción la verosimilitud va de la mano de la motivación.
Según Gerard Genette, entre los dos conceptos vistos como parámetros narrativos hay una oposición y una complementariedad, cuyos análogos son rastreables en el seno de la lengua. La funcionalidad es al relato lo que al signo lingüístico era su carácter “arbitrario”, explicitado por Ferdinand de Saussure como “no motivado”. Para los lingüistas, el vínculo directo y necesario entre la palabra y la cosa es un deseo piadoso que sólo llega a materializarse en contados casos muy específicos. Por el contrario, en la literatura la motivación parece ser una ley de la ficción, cuyo fin es disimular la arbitrariedad funcional bajo el disfraz de un determinismo causal.
La motivación puede ser sobreentendida o implícita —en las historias dichas “verosímiles”—; explícita —en las propiamente “motivadas”—; o puede faltar por completo —en las narraciones (pongamos) “arbitrarias”. Lo que de veras cuenta aquí es la distinción entre relatos motivados y no motivados (“verosímiles” o “arbitrarios”). Estos últimos obedecen a una especie de verosímil donde justamente la motivación ausente hace las veces de motivación (véase Genette, 1969: 96-99). Casi todos los ejemplos examinados anteriormente como ilustraciones de la verosimilitud de primera o segunda especie (según la opinión pública o según el género discursivo) satisfacen la fórmula general “verosimilitud = función + motivación”, pero en concreto se adscriben al tipo de motivación por inmotivación.
Es más: a mi modo de ver, Álvaro Mutis trae a este contexto recuerdos de raigambre barroca y tradición hispana. Me explico. En mi libro Itinerarios cervantinos, entre otros tópicos se explican los mecanismos a través de los cuales el Quijote diseña “el negativo del mundo renacentista” (Foucault). El proceso respectivo consiste en desmantelar las semejanzas “epistémicas” de la época, para convertirlas en otras tantas diferencias. Rara vez, sin embargo, lo disímil se exhibe como tal: lo más común es que se disfrace de (seudo) similitud. Como cuando Sancho echa mano de la retórica del amor cortés, perfectamente aprendida a raíz de su convivencia con don Quijote, con el propósito de endilgar a su amo a una falsa Dulcinea, dándola por verdadera (véase Ivanovici, 2016: passim). De manera análoga, en las novelas de Mutis abundan episodios que “fingen” explicar causalmente algunas tribulaciones del Gaviero, pero la verosimilitud resultante no hace más que poner de relieve la arbitrariedad de los mismos (motivación ausente o tácita).
En La nieve del almirante, por ejemplo, el ya mencionado “discurso del fracaso” representa el factor funcional que prescribe de antemano el fracaso puntual de los quiméricos negocios en que suele inmiscuirse el protagonista. En esa misma novela, el sueño en que el Gaviero busca el cuerpo del mariscal de Turenne en el campo de una batalla librada siglos después en la India, es, funcionalmente hablando, una representación simbólica de ese mismo “discurso del fracaso”. Su motivación, en cambio —el “haber equivocado el camino en donde me esperaba [...] un orden a la medida de mi ansiedad” (Mutis, 2001: 30) —es una metáfora que nada motiva.
Lo verosímil seudo-motivado se muestra, sobre todo, productivo en el tratamiento de las muertes referidas a lo largo de la saga maqrolliana. Empezando por la del propio Gaviero, cuyo diseño incierto descansa en la interacción entre texto y paratexto. Este parámetro funcional justifica el descarte irónico de las distintas versiones sobre el fallecimiento del protagonista y hasta admite, para una de ellas, aquella “hermosa precisión que no suele ser común en la vida de los hombres” (Mutis, 2001: 538). Pero de ninguna manera puede supeditarlas a un esquema explicativo del tipo causa-efecto. Tal esquema, cuando se da, es de hecho una falsa motivación que proyecta su “verosimilitud” meramente metafórica: “Los artistas y los aventureros suelen hilvanar de antemano su fin de manera tal que jamás pueda ser claramente descifrado por sus semejantes” (Mutis, 2001: 538).
Rematemos este apartado con dos ejemplos más. El mismo tipo de funcionalidad y una motivación similar hace metafísicamente transparente la muerte de Abdul y opaca la de Ilona. Uno y otra tuvieron el fin que “les pertenecía”: el primero lo había “alimentad[o] durante todos y cada uno de los días de [s]u vida” (Mutis, 2001: 496), la segunda fue a su encuentro “con plena conciencia de quién la esperaba en la cita”. Pero, por encima de las (vero)similitudes motivantes, es imposible saber qué fue Larissa para la triestina, a no ser que haya sido “la desventura misma” (Mutis, 2001: 494).
2. La ubicuidad discreta del misterio: “una dimensión diferente”
La tarea de este capítulo es abordar ya de frente lo que podría llamarse el Realismo mágico a lo Mutis. Aplicado al colombiano, el rótulo respectivo no se remite a usos casuales y poco consistentes hechos en Latinoamérica a partir de la mitad del siglo pasado, sino al concepto y la doctrina homónimos, que nacieron, concretamente en Italia, en el seno del Novecentismo capitaneado por Massimo Bontempelli (1878-1960).5 Pasemos a examinar brevemente los rasgos que vinculan a los dos autores y, sobre todo, las diferencias que los distinguen.
El poeta y ensayista italiano Massimo Rizzante (1992: passim) sitúa a Bontempelli en la mouvance del así llamado “Modernismo reaccionario” de Entreguerras y, en el contexto italiano, todavía en la estela del Futurismo, pero ya con amagos de superarlo. A diferencia de éste, el Realismo mágico se beneficia de “una tendencia especulativa y filosófica” que lo ayuda a hacer “habitable” la modernidad. De ahí que su componente realista redunde en la búsqueda de un orden racional y “objetivo” del mundo, en tanto que el mágico venga cuidadosamente destacado de todo irracionalismo.6
¿Qué de eso tiene validez en el caso de Álvaro Mutis? Desde el punto de vista de nuestro autor, muchos motivos puntuales de la doctrina bontempelliana, reflejo de su modernismo radical, aparecen ya obsoletos. Tampoco conservan mayor vigencia algunos rasgos básicos del Realismo mágico histórico, como su afán objetivista con que pretende racionalizar el universo y espiritualizar la magia. El mundo maqrolliano no posee la coherencia ni el orden que hacen habitable el de Bontempelli; es un mundo acosado por el caos, en medio del cual se abren “vastos espacios indescifrables” (Mutis, 2001: 339). Quizás por ello el narrador colombiano y/o su héroe rehúye(n) cuidadosamente todo coqueteo con la irracionalidad, mostrándose reacio(s) a los “esoterismos al uso” (Mutis, 2001: 339).
Pese a su inapetencia por lo sobrenatural, nuestro autor no está del todo reñido con el misterio. La escritura que practica permanece básicamente realista, pero de sus características se deduce igualmente una vertiente misteriosa. Para explicarlo hay que tener presente que el de Mutis es un realismo sui generis, casi impermeable a la “realidad real”. Recodemos que, en consonancia con la doctrina orteguiana sobre el “hermetismo” de la novela, el colombiano subvierte la deixis temática, pues, enfrentado al dilema real o verosímil, opta por el segundo término; y, por último, manifiesta una preferencia más que obvia por la verosimilitud inmotivada.
De lo anterior resulta una imagen del mundo que, si bien tiene su perfil reconocible, prescinde de los significados susceptibles de otorgar a la ficción cualquier legitimidad sociohistórica.7 Semejante opacidad semántica y axiológica deja en cambio numerosos resquicios por donde el misterio se cuela bajo forma de señas, señales y síntomas, como en un famoso poema de Charles Baudelaire. Las “oscuras palabras”, que el hombre percibe mientras recorre tal “floresta de símbolos”, no son sino aquella “sordina poética” que en la obra de Mutis envuelve tanto el misterio como la realidad misma.
Registradas todas las diferencias anteriores, persiste sin embargo una analogía en el nivel de la estructura y las funciones de la imagen artística, que sí acredita convincentemente el adjetivar las historias del Gaviero como mágico-realistas. En ellas, como en la literatura novecentista, la presencia de “lo surreal dentro de lo real” es ubicua pero discreta, a saber sobria y discontinua a un tiempo. Dicho de otro modo: se manifiesta intermitentemente, en niveles no siempre conexos ni homogéneos. Por otro lado, Bontempelli, reflexionando sobre las relaciones que desarrollan entre sí la retórica de la “materia bien asentada sobre el suelo” y la envolvente aura alrededor de ésta, se vio impelido a colegir que ello equivalía a la proyección de nuestra vida en “una dimensión diferente” (1938: 502). Pues bien, si equiparamos (como ya lo hemos hecho) la “atmósfera de magia” invocada por el italiano, a la “sordina poética” que se maneja en los relatos maqrollianos, no habrá más remedio que constatar que, con ella, Mutis persigue —y consigue— efectos similares.
A continuación, me propongo explorar tales efectos, ordenarlos y clasificarlos desde tres puntos de vista: 1º como un set de procedimientos, 2º como un repertorio de temas y 3º como un género.
2.1. El nivel procedural
A este primer nivel, el producto de la interacción entre las vertientes mágica y realista de la imagen artística será de tipo connotativo. La razón es que el proceso semiótico mediante el cual un signo completo se convierte en significante de un significado añadido constituye, de por sí, una “dimensión diferente” del denotatum primordial.
Valga como muestra la resemantización poética de contenidos narrativos; proceso cuyo operador connotativo es la homonimia de Maqroll como persona lírica y Maqroll como personaje novelesco.
El corpus que se examina reúne cuatro breves fragmentos de la novela La nieve del almirante, más un poema de igual título, los cuales, en secuencia lineal, asumen el aspecto siguiente: 1º: 10 → 2º: 30-32 → 3º: 59-61 → 4º: 67-68 + → 5º: 71-74. Ahora bien, independientemente de la procedencia de estos componentes o de su progresión puntual, el agregado connotativo se organiza en dos niveles:
2.1.1. El básico, por fuerza narrativo, está marcado por dos hitos: el inicio y el desenlace de las peripecias del personaje Maqroll, referidas en La nieve del almirante (fragmentos 1º y 4º). En rigor, podría decirse que dicha novela “cabe” enteramente dentro de este marco, pues transcurre desde el estreno de un estrambótico proyecto hasta su previsible fracaso. Por otro lado, el plan en cuestión, ideado en “La nieve del almirante, la tienda de Flor Estévez, en la cordillera” (Mutis, 2001: 10), conlleva la ruina de la misma “Nieve del almirante” (Mutis, 2001: 68).
También podría decirse que este denotatum pretende condensar la figura de conjunto de la obra. Ardua tarea, pues requiere hacer compatible un movimiento circular —partida y retorno al punto de origen— con el trayecto lineal de una empresa fallida. El resultado no puede ser sino deconstuctivo, ya que el aborto del segundo movimiento anula el destino final del primero: “La nieve del Almirante” ya no existe y el derrotado Gaviero no tiene a dónde volver.
El azaroso esquema argumental constituye el significante del mensaje denotado, en tanto que el significado del mismo nos remite al fracaso del héroe y/o a la deconstrucción de la forma novelesca. Y sin embargo tal configuración no queda desprovista de validez ni de relevancia: su significación, resultante de la sinergia entre los dos parámetros sígnicos, parece apuntar hacia la “demanda” (o queste): una forma narrativa teñida de mística que conoció su auge en la Alta Edad Media, mientras en la actualidad pervive acogiéndose al secular relato de aventuras.
2.1.2. Los demás fragmentos del corpus —el 2º, el 3º y el 5º— escasamente participan de la semántica denotativa y mucho más de un significado añadido o connotación. Como hemos anticipado, ello proyecta el denotatum en una “dimensión diferente”: específicamente de tipo poético. Hay razones tanto formales como de contenido para sostenerlo.
En principio, dentro de una lógica todavía narrativa, los fragmentos en cuestión quedan fuera del argumento propiamente dicho, puesto que aluden a un statu quo ante. Característico en este sentido es la pieza poética La nieve del almirante (fragmento 5º) donde, justamente, Maqroll aparece como persona y cuyo contenido puntual se reduce a la descripción de un “escenario” y la introducción de unos “actores”:
Al llegar a la parte más alta de la cordillera, los camiones se detenían en un corralón destartalado que sirvió de oficina a los ingenieros cuando se construyó la carretera [...] Las paredes del refugio eran de madera y, en el interior, se hallaban oscurecidas por el humo del fogón [...] Una tabla de madera, sobre la entrada, tenía el nombre del lugar en letras rojas, ya desteñidas: La Nieve del Almirante.
Al tendero se le conocía como el Gaviero y se ignoraban por completo su origen y su pasado [...] Era de pocas palabras, el hombre. Sonreía a menudo, pero no a causa de lo que oyera a su alrededor, sino para sí mismo [...] Una mujer le ayudaba en sus tareas. Tenía un aire salvaje, concentrado y ausente. Por entre las cobijas y ponchos que la protegían del frío, se adivinaba un cuerpo aún recio y nada ajeno al ejercicio del placer... (Mutis, 2001: 71-72).
En este punto me parece útil traer a colación el precedente de estrategias elementales, como las que se dan en los cuentos “de hadas”. El fragmento en cuestión ostenta notables semejanzas con el típico incipit de tales narraciones tradicionales. Según Vladimir Propp (1970), esta “situación inicial”, si bien no es una función narrativa propiamente dicha, representa sin embargo un elemento morfológico importante” de los relatos respectivos (1970: 31). En su fórmula canónica, el cuento requiere, además, la restauración final del estado de cosas previo a las aventuras del héroe. Maqroll también aspira a ello —de manera, diríase, “lirica”— y casi lo roza en el área del deseo, pero en los hechos la oportunidad se le desperdicia terminantemente.8 En esta clave de lectura, la novela de Mutis puede connotar (en palabras de otro teórico, contemporáneo de Propp) un cuento trágico, a saber carente del happy end casi obligatorio en la mayoría de las historias fabulosas folklóricas (Jolles, 1972: 191).
La analogía no es arbitraria. Si de veras la “dimensión diferente” en que nos proyecta el corpus que estamos examinando es una poesía difusa y un misterio intermitente, semejantes características se originan en el seno de los cuentos de hadas. Como éstos, los datos de tipo “mágico” y/o poético que Mutis maneja aquí en el nivel de la connotación rehúyen orgánicamente el tenor objetivo del denotatum. Todo lo contrario: se apoyan explícita o implícitamente sobre una subjetividad asumida.
Lo hace hasta la “situación inicial”, pese a que consta casi enteramente de un enunciado descriptivo en tercera persona. Con mayor razón, pues, han de valorarse como subjetivos los fragmentos 2º y 3º, expresamente formulados en primera, donde el sujeto de la enunciación se cubre con el del enunciado. En concreto, el 2º es un collage de estados anímicos, que incluye un sueño erótico del protagonista con Flor Estévez, luego una sui generis interpretación del mismo, donde la clave son los “viejos demonios” del héroe (Mutis, 2001: 31), y finalmente el recuento de sus sentimientos por la misma Flor Estévez. Por su lado, el 3º —una carta de Maqroll a su amada— constituye una especie de traducción del anterior a un lenguaje “lírico”, porque enfocado no sobre el tú de la comunicación interpersonal, sino sobre el yo de la auto-expresión afectiva, de tono acusadamente poemático (siendo lo poemático, la hipóstasis “institucional” de lo poético).
Al cabo de esta revisión de las estrategias formales a través de las cuales un denotatum novelesco desarrolla connotaciones poéticas, cabe recalcar que la “poesía” aludida aquí no es sólo un lenguaje especial, sino que se define igualmente por contenidos específicos. Conviene recordar que, a diferencia de aquéllos que acarrean los géneros miméticos (la novela entre ellos), estos otros no son “figurativos” ni ficcionales, sino de una naturaleza más sutil, “lírica”: enigmas del corazón, altibajos del alma, quimeras del inconsciente.
Armado a partir de semejantes fichas, el puzzle connotativo tiene en su centro una figura de igual naturaleza. Ausencia que todo lo invade, objeto de una pasión que se ha vuelto imposible, “meta de un retorno fallido”, Flor Estévez resemantiza en La nieve del almirante el guion de aventuras, convirtiéndolo en una bellísima y triste historia amatoria. Como un cuento de hadas trunco; como una “demanda” donde la Dama ocupa el lugar del Santo Grial para volverse igual de inasible; como la poesía de Amor de lonh en la vida y muerte de un príncipe trovador...
2.2. El nivel temático
Sobre los aspectos temáticos se puede hablar desde muchos puntos de vista y en varios contextos. Aquí tales aspectos me preocupan en cuanto son entidades semánticas autónomas, pero que tienen un denominador común: el constituir modulaciones del misterio. A estas alturas llamaré al asunto por su nombre: dichas modulaciones se adscriben en la esfera de lo fantástico.9
El término, por motivos que ya conocemos, desagradaría probablemente a Mutis, pero no vale seguir sorteándolo mediante circunloquios y eufemismos. Sin embargo, hay manera de “dorarle la píldora” si se presta oídos a las voces críticas que hacen hincapié en que “el discurso fantástico no habla de algo cualitativamente distinto de lo que constituye el objeto de la literatura en general” (Todorov, 1973: 115), porque “en un sentido amplio cualquier obra literaria es ‘fantástica’” (Marino, 1973: 658). Precisamente por ello, la mera presencia de una cierta categoría temática no hace automáticamente de un texto, “texto fantástico”: decisiva a ese respecto es la “intensidad” (Todorov, 1973).
A continuación me propongo pasar revista a algunos temas potencialmente fantásticos que aparecen en la heptalogía maqrolliana, haciendo por ahora caso omiso de su actualización más o menos “intensa”.
2.2.1. Para hollar un terreno más concreto, echemos un vistazo a la primera serie, que Todorov agrupa bajo el signo del Yo (1973: cap. 7), especificando que, mediante ello, “se pone en tela de juicio el límite entre la materia y el espíritu” (1973: 143). Valga como ejemplo el pandeterminismo: una causalidad generalizada, de tipo mágico, que abarca los dictámenes del sino, sobre el rumbo de nuestras vidas.
Vista como un parámetro funcional, tan ubicua como misteriosa causalidad constituye una buena base de apoyo para la verosimilitud no motivada (seudo-motivada o motivada por inmotivación) que reunía las preferencias de Mutis como narrador realista. Sin embargo, en la dimensión semántica, a saber mirando el tema como tal tema fantástico, hay que comenzar por preguntarse si el/los personaje(s) de Mutis creen de veras en el pandeterminismo y, de ser así, hasta qué punto se manejan con base en dicha creencia.
La respuesta es difícil de zanjar, pero una cosa es cierta: el parámetro del pandeterminismo se concreta para quien lo padece como un hado adverso, al que el héroe puede y debe achacar “estas decisiones erróneas desde su inicio, estos callejones sin salida [...] esta querencia [suya] hacia una incesante derrota”. La única manera de desafiar el infortunio y de rozar un sino alternativo es a través del bel morir, o sea de la muerte “propia” que uno alimenta, como Abdul, “durante todos y cada uno de los días de [su] vida” (Mutis, 2001: 496), o se acoge al privilegio de “hilvanar de antemano su fin”, como “Orfeo el taumaturgo y el ingenioso Ulises u Odiseo” (Mutis, 2001: 538). Es decir como el Gaviero mismo.
2.2.2. Una segunda red de temas fantásticos comprende los del TÚ (Todorov, 1973: cap. 8), que representan “los vínculos del hombre con su propio deseo y, por lo tanto, con su inconsciente” (1973: 164). En el centro de esta constelación resalta una profusión de emblemas de la sexualidad, asociada al pecado, la crueldad, la violencia y la muerte, y sobre todo a la demonización de la mujer.
En la heptalogía de Mutis hay dos figuras femeninas, Antonia (en Amirbar) y Larissa (en Ilona llega con la lluvia), que se ajustan a ese rancio tópico misógino.10 Tal “diabolismo” es una metáfora de la acción destructora que las dos ejercen sobre los otros e igualmente sobre sí mismas: la primera intenta —y casi logra— inmolar al Gaviero, la segunda se mata matando a Ilona. Por otro lado, lo demoniaco y la destructividad son en ellas rasgos resultantes de combinaciones y cruces de temas, a partir de determinados contextos narrativos. Es lo que trataré de demostrar a continuación.
Antonia funge inicialmente de asistente y ayudante del Gaviero en sus labores mineras, luego se vuelve amante del protagonista, a quien exige e impone la práctica del sexo anal. La demoniza, pues, esta doble transgresión: por un lado se dedica a actividades incompatibles con su condición de mujer y, por otro, comete e induce a cometer el “pecado nefando”. A partir de un determinado momento, el caso va cargándose de oscuras amenazas; en concreto desde que, para Maqroll,
la forma irregular de nuestro abrazo comenzó a confundirse [...] con la atmósfera mítica del sitio. Era como un rito necesario, invocador de fuerzas escondidas en la entraña del viento que giraba en la gruta invocando al Emir de los mares, que se cumplía en medio de los breves gemidos de Antonia cuando culminaba su placer. El otro aspecto, puramente real y práctico, consistente en sacar el oro del filón, se fue fundiendo con el primero hasta convertirse también en parte del ceremonial de un culto sin rostro, de un misterio ciego en el que hallar oro y sodomizar una hembra eran la manera de participar en un mismo rito (Mutis, 2001: 366).
Rito blasfemo, puesto que ofrendar a los dioses marinos los aberrantes retozos de un navegante con una “montañera”, escarbar la entraña de esa hembra en busca del placer como se escarba la de una mina en busca de oro, equivalía a sembrar la confusión dentro del universo, cuyo orden descansa sobre el necesario deslinde de sus dos regiones ontológicamente fuertes, el mar y la tierra. En esta nueva transgresión, de veras grave, fue el Gaviero quien de hecho incurriera. Por consiguiente, también a él le correspondería enfrentar la ira homicida de Antonia la terrícola, a guisa de castigo o penitencia que aplacase la “congoja” de Amirbar, el “Emir de los mares”.
La índole “diabólica” de Larissa es más fácil de rastrear, ya que, siquiera indirectamente, la respaldan ciertos hitos de su biografía. En este sentido podría citarse su familiaridad con el ocultismo, adquirida en su época de señorita de compañía, a través de lecturas por encargo a una anciana princesa siciliana; y, sobre todo, el haber mantenido, durante su travesía marítima de Palermo a Panamá, relaciones íntimas con dos “íncubos” o espíritus corpóreos, que, para colmo, llegaban de un pasado más o menos lejano.
En cambio, sí resulta bastante complicado interpretar su “destructividad”, puesto que tal componente (digamos) demoniaco está aquí imbricado con otro tema fantástico, el del doble. Éste, según Todorov, “está presente en ambas redes temáticas establecidas; dicha imagen puede participar de estructuras diferentes y asimismo puede tener significados varios” (1973: 169). Entre los temas del Yo, a mi modo de ver, se adscribiría eventualmente la clase “multiplicación de la personalidad” (1973: 143), desarrollando incluso un aura luminosa, como en los dúos mitológicos —Orestes y Pílades, Aquiles y Patroclo, los Dioscuros Cástor y Pólux, etc., cuya amistad fraterna emulan, diríase, Maqroll y Abdul Bashur. Por el contrario, en la red del Tú, las dos mujeres “diabólicas” ejercen, como ya he señalado, de dobles negativos de sendas “hadas madrinas”.11
Larissa, específicamente, ostenta hasta cierto parecido físico a Ilona, aunque “puramente superficial”. Por el contrario, otros síntomas, poco notorios pero sumamente inquietantes, delatan su propósito de avasallarla, usando la “secreta y paciente astucia” con que bucea en el alma de su presa para “rescatar lo que creíamos y esperábamos fuera irrescatable” (Mutis, 2001: 135). No sabemos cómo se las ingenió Larissa para descubrir “ese otro ser”, inconfesable e inconfesado, de Ilona, ni cómo supo manipularlo a fin de convertirse en doble de aquélla. A lo mejor le salió al encuentro con su propio “halo letal”, de “heraldo del Hades”. Tal proceso que, en sus datos iniciales, tiene mucho de “posesión” demoniaca, no se queda sin embargo allí, sino evoluciona hacia lo que podría llamarse una dependencia mutua. En palabras de la triestina, y desde su punto de vista:
Es una especie de simpatía desgarrada que me hace sentir responsable de lo que le pueda suceder y, lo que es aún peor y más incomprensible, de lo que ya ha padecido. Hay algo en Larissa que me despierta demonios, aciagas señales que reposan en mí y que, desde niña, he aprendido a domesticar, a mantener anestesiados para que no asomen a la superficie y acaben conmigo. Esta mujer tiene la extraña facultad de despertarlos pero, por otra parte, al ofrecerle mi apoyo y escucharla con indulgencia, logro de nuevo apaciguar esa jauría devastadora (Mutis, 2001: 154).
Sea como fuere, la destructividad maléfica estalla en, y desde, el corazón del doble cuando ya es inminente su ruptura, dejando vulneradas y vulnerables a sus integrantes. Ilona acaba por tomar la resolución de marcharse con Maqroll y Abdul Bashur, cortando los lazos sadomasoquistas que la unen a Larissa. La toma con la muerte en el alma (“No será fácil, Gaviero. No sabes cómo duele. Es como golpear a un inválido. Pero no hay otro remedio. Les jeux sont faits”). (Mutis, 2001: 158), a sabiendas de que la otra, abandonada a su suerte, “irá, rápidamente, hacia una disolución física y mental sin remedio” (Mutis, 2001: 154). Ante esta perspectiva, el frágil demonio decide a su vez evadirse hacia la nada, arrastrando consigo a su, impotente ya, valedora.
2.2.3. Muy similar es la reacción de Antonia frente a una amenaza análoga. Claro que la ruptura inminente no es aquí la de un simbólico dúo femenino, sino de una pareja heterosexual (eso sí, de hábitos eróticos poco ortodoxos). Pero al disponerse el Gaviero a dejarla, la violencia y la destructividad diabólicas que se desatan contra él son iguales: “¡Contigo hubiera tenido un hijo, pendejo! [...] ¡Muérete, animal! ¡El que no tiene casa que viva en el infierno!” (Mutis, 2001: 373-374). Por otro lado, también una ruptura —o su equivalente: una ausencia— es la que debilita el triángulo amoroso del cual participa Ilona, allanándole así el camino hacia la muerte.
Las tres figuras interpersonales aquí mencionadas (doble-pareja-triángulo) no están todas, ni siempre, supeditadas necesariamente a la esfera de lo fantástico. Sin embargo, miradas desde el punto de vista respectivo y en contextos determinados, podrían clasificarse entre los temas del Yo, como variedades de la “multiplicación de personalidad” (Todorov, 1973: 143). Y si, además, tomamos en cuenta (valga un término ad hoc) el “operador semántico” de la ruptura, con su mortífera violencia subsiguiente, nos vemos impelidos a constatar que, al momento de su destrucción, las figuras respectivas rebotan hacia la red del Tú, aglutinándose con el tema del “demonismo”.
Finalicemos, pues, este apartado dedicado al análisis e interpretación de los aspectos temáticos relacionados con el tratamiento del misterio en la narrativa de Mutis, con una conclusión un tanto polémica: los dos paradigmas o redes que distingue a este respecto Tzvetan Todorov no son tan “incompatibles” como afirma —es verdad, con hartas reservas— el teórico franco-búlgaro. Los casos que acabamos de repasar sugieren que, por el contrario, su distribución divergente no excluye las interferencias entre los temas del Yo y del Tú.
2.3. El nivel genérico
Siendo el género la principal “categoría trascendente” que contempla el architexto genettiano, es lógico que en esta etapa nos preguntemos si los procedimientos y temas examinados anteriormente hacen que los relatos maqrollianos se remitan a una clase genérica particular, en concreto a la que Todorov llama el género fantástico.12 Para que un relato pertenezca al género respectivo es necesario y suficiente que, muy sencillamente, refiera hechos o eventos de cierta índole. En cambio, el homologar tal índole como “fantástica” resulta mucho menos sencillo.
2.3.1. Veamos las cosas desde su origen. Dentro de un orden cotidiano —reconocible, estable y banal— acontece algo inexplicable, que el lector no se decide a calificarlo de natural o de sobrenatural. Esta indecisión, duda o franca imposibilidad de dilucidar su naturaleza constituye la inequívoca señal de que el hecho en cuestión se ha adjudicado la condición de fantástico.
Pero no a perpetuidad, sino justamente mientras dura la duda sobre dicha condición. Una vez despejada ésta, si el intérprete ha optado por una explicación pese a todo natural del acontecimiento, estamos en la zona del (de lo) extraño; por el contrario, si ha adoptado la versión sobrenatural, penetramos en la esfera del (de lo) maravilloso. Ahora bien, aun así la índole fantástica del acontecimiento en cuestión puede subsistir en formas híbridas: la extrañeza, potenciada por la indecisión inicial, engendra el/lo fantástico-extraño; mitigada por la misma indecisión, la maravilla admitida se convierte en fantástico-maravilloso. Obtenemos así una escala de matices y transiciones, cuya representación gráfica sería la siguiente:
En este esquema el/lo fantástico en estado puro está representado simbólicamente por la línea mediana que deslinda el/lo fantástico-extraño del (de lo) fantástico-maravilloso; línea que refleja muy bien la naturaleza del (de lo) fantástico, como frontera entre dos áreas vecinas (Todorov, 1973: 62-63).13
La duda o indecisión evaluativa parece ser la primera condición de existencia del texto fantástico. Formulada en términos puramente teóricos, dicha condición es, como puede verse, de orden cognoscitivo. Sin embargo, en un nivel más concreto y práctico, el de la comunicación literaria, la misma se traduce como una serie de vivencias y emociones —temor, terror, desconcierto, pasmo...— que experimenta el lector ante un acontecimiento virtualmente sobrenatural. El psicoanálisis agrupa dichos efectos y afectos bajo el membrete común del Unheimliche [das-] (lit.: [lo] ‘no familiar’; en terminología francesa: [l’] inquiétante étrangeté, o sea [la] ‘inquietante extrañeza’), supeditándolos al famoso retorno de lo reprimido:
[...] entre los distintos casos de angustia huelga destacar una categoría de emociones ansiosas donde queda patente que aquello que provoca el miedo es algo reprimido que vuelve a mostrarse. Este tipo de angustia sería precisamente la inquietante extrañeza [...] tal extrañeza no es en realidad nada nuevo, sino más bien algo desde siempre familiar a la vida psíquica, que sólo a resultas de la represión se ha ido convirtiendo en ajeno (Freud, 1975: 194).
Una segunda condición de existencia del mismo tipo de obras es que la percepción ambigua —o sea fantástica— de los acontecimientos clave corra a cargo del lector visto como una función implícita del texto, y no de uno real, empírico, que podría ser cualquiera de nosotros. Así por lo menos es como lo plantea Todorov, de cuyas ideas discrepo una vez más, por razones que he pormenorizado en otro lugar (véase Ivanovici, 2011: I, 31 y ss.). Valga como ejemplo la segunda aventura minera de Maqroll, narrada en Amirbar, que incluye algunos episodios desde truculentos hasta altamente insólitos y por tanto susceptibles de interpretaciones ambiguas, de tipo fantástico. El Gaviero, como lector implícito, se apresura a declarar que todo lo sucedido en ese relato “pertenece al mundo de la más estricta lógica”, pero lo hace más por principio que por reflexión, puesto que, “nunca [ha] sido inclinado a fascinar[se] con lo sobrenatural” (Mutis, 2001: 339). Menos prejuiciado, el lector real (y hasta uno interno, como Eulogio, “en medio de sus asombros y premoniciones”) sí advierte el inquietante retorno de lo reprimido, como el de ciertas creencias populares acerca de la necesaria proximidad entre el oro y los muertos (supuestamente encargados de custodiar el tesoro).
Hasta aquí estas breves consideraciones preliminares, de tenor más bien teórico, sobre el fantástico como género. Pasemos ahora a examinar sus dos principales especies, presentes aquí, donde, como ya he dicho, lo fantástico se da por “hibridación” con las áreas categoriales vecinas, lo extraño y lo maravilloso.
2.3.2. En los textos fantástico-extraños el misterio se ciñe en última instancia al orden “normal” de las cosas y el suceso aparentemente sobrenatural viene explicado (como diría Cervantes) “en términos de naturaleza”. Lo cual no deja de producir una cierta insatisfacción al lector, como los chistes contados por bromistas torpes, que les añaden comentarios aclaratorios.
Es que, paradójicamente, semejantes explicaciones naturales resultan harto infidentes en comparación con las sobrenaturales. Por ejemplo, el veredicto autoritario del Gaviero, de que en Amirbar todos los sucesos se acogen a “la más estricta lógica”, suena bastante menos convincente que el libreto “metafísico” de la demonia de Antonia, corroborada con la ofensa que los amantes sodomitas infligen al espíritu del mar.
La primera versión, para sostenerse, necesita toda una cadena de coincidencias fortuitas: que Maqroll aparezca por la región respectiva en busca de oro; que su primer guía quede lisiado tras padecer tortura a manos de la policía; que, luego, varios terceros (¡entre ellos Flor Estévez!) encaminen hacia el protagonista a la “montañera”; que ésta se enamore del héroe; que su amor se trueque en odio a muerte ante la perspectiva de la partida del amante; que intente asesinarlo y que el otro se salve in extremis... Todo ello pretende, sin éxito, montar un sistema de verosimilitud motivada, como alternativa (digamos) “secular” al pandeterminismo fantástico. En cambio la segunda versión, que obedece a la verosimilitud inmotivada, es a todas luces más “económica” (vale decir más lograda estéticamente), pues, al incorporar tácitamente ese mismo principio pandeterminista, logra someter la casualidad caótica a una causalidad coherente.
Si dichas versiones estuviesen explícitamente copresentes, estaríamos frente a un dilema fantástico en estado genuino. Pero en la literalidad del texto, el lector implícito sólo acepta la primera versión, dejando la segunda, junto con la duda hermenéutica, a cargo del lector real. De tal conflicto de intereses nace el carácter fantástico-extraño del episodio analizado.
El mismo cariz parece tener la misteriosa enfermedad que contrajo Maqroll en La nieve del almirante, tras haber copulado con una india. El maquinista indígena de la lancha le proporciona una explicación rayana en lo sobrenatural: “Usted tuvo la fiebre del pozo. Ataca a los blancos que se acuestan con nuestras hembras. Es mortal”. Versión que, sin embargo, queda marginada entre la interpretación socio-antropológica hilvanada ad hoc por el protagonista (“celos tribales, la oscura batalla contra el extranjero”), la indiferencia petulante con que el capitán resta toda credibilidad a “lo que ellos dicen” y la contradicción en que incurre el propio maquinista, indicándole al Gaviero, acto seguido y sin solución de continuidad, la existencia de un remedio brujeril contra el mal en cuestión (véase Mutis, 2001: 37). El lector externo que desee efectuar una lectura fantástica del acontecimiento deberá descartar las explicaciones anteriores, naturales y razonables pero bastante inverosímiles, a favor de una congruente, pese a sobrenatural, con el contexto, que se remite al motivo mítico-arquetipal de la doncella emponzoñada: aquí instrumento punitivo contra el infractor a “las leyes no escritas de la selva”.14
Donde lo “sobrenatural explicado” aparece legítimo, funcional y adecuado al asunto, es en los sueños de Maqroll.
Entre los varios que contiene, verbigracia, La nieve del almirante, destaca una serie de cuatro, que dejan al personaje la sensación de que “[d]e ellos parte una señal que intenta develar[le] algo [...] pero no consig[ue] descifrar el mensaje que [l]e está destinado” (Mutis, 2001: 28). Hasta aquí tenemos que ver, pues, con una “percepción ambigua”, típicamente fantástica, de las imágenes oníricas (para no hablar del motivo del sueño premonitorio, de antiguo y sólido prestigio dentro del género). Lo extraño aflora en la labor de interpretación subsiguiente a la del sueño, a la que se entrega el Gaviero bajo forma de una suerte de (psico)análisis existencial. Sus claves son las mismas de la freudiana: los “viejos demonios”, los “fantasmas ya rancios” del inconsciente, que en guiones oníricos acuden cargados de angustia y en los interpretativos la apaciguan. Dicho en las mismas palabras del autoanalista: “aun sin descifrar todavía su mensaje, ya empiezo a sentir su acción bienhechora y sedante” (Mutis, 2001: 32).
Una vez más, hay aquí un conflicto de intereses: tal sosiego, beneficioso para el equilibrio anímico del personaje, resulta en cambio fatal para el relato y su género. La aproximación del héroe de Mutis al mundo de los sueños parece querer confirmar el vaticinio de Todorov, sobre el ocaso de lo fantástico al fundirse con el discurso psicoanalítico (véase Todorov, 1973: cap. 9).
2.3.3. En la subespecie de lo fantástico maravilloso clasifico el anexo poemático Cocora, de La nieve del almirante (Mutis, 2001: 68-71), donde el Gaviero cuenta sus vivencias durante su largo periodo de cuidador de una mina abandonada; y asimismo la relación de Larissa acerca de su viaje a bordo del Lepanto, en Ilona llega con la lluvia (Mutis, 2001: 139-141 y 143-152).
Las obras fantástico-maravillosas, según Todorov, se atienen inicialmente a la percepción ambigua, vacilante, de tipo fantástico, pero acaban optando por una interpretación unívocamente sobrenatural de los hechos (véase Todorov, 1973: 70 ss.) Su contexto y marco es lo maravilloso lato sensu que, a su vez, conoce distintas especies y modulaciones. Entre ellas, la más característica es el cuento de hadas, donde el milagro es pan de cada día y no produce asombro alguno. Pues bien, las dos muestras de lo fantástico-maravilloso que se dan en la heptalogía de Mutis parecen aproximarse asintóticamente a esta precisa variante extrema.
En Cocora, para empezar, el narrador homodiegético —que también hace las veces de “lector implícito” de los acontecimientos— ha suspendido por entero su incredulidad de principio ante lo sobrenatural:
Quisiera dejar testimonio de algunas de las cosas que he visto en mis largos días de ocio, durante los cuales mi familiaridad con estas profundidades me ha convertido en alguien harto diferente de lo que fuera en mis años de errancia marinera y fluvial. Tal vez el ácido aliento de las galerías haya mudado o aguzado mis facultades para percibir la vida secreta, impalpable, pero riquísima, que habita estas cavidades de infortunio (Mutis, 2001: 69).
Así, él se vuelve capaz de oír voces incorpóreas y hasta de dialogar con ellas (sobre el “príncipe de Viana”), de enfrentar el asfixiante silencio material que invade la galería principal, o de intentar explorar lo “maravilloso instrumental” (Todorov, 1973: 75) representado por la pesadillesca máquina del Socavón del Venado (Mutis, 2001: 69-71).
Por su lado Larissa, quien durante su travesía marítima había mantenido relaciones sexuales y sentimentales con dos “íncubos”, acepta sin la menor reserva los trastornos temporales que implica (o provoca) su aventura: uno de sus amantes es, ni más ni menos, un chevauléger de la Guardia napoleónica y el otro, un alto funcionario de la Serenísima. Su historia de amor, comenta ella misma, conciliaba, pues, “sin esfuerzo y sin hacer[le] la menor violencia, el presente que estaba viviendo con el pasado del que surgía[n] [sus] inopinado[s] visitante[s]” (Mutis, 2001: 148).
Existe aquí, visible, el peligro de caer en lo que Bontempelli llama il fiabbesco (‘lo fabuloso’) arbitrario, situado “en el polo exactamente opuesto al realismo mágico” (1938: 287). Intuyendo, probablemente, tal amenaza, Mutis reacciona de dos maneras complementarias: por un lado reforzando el realismo robusto y exacto de su escritura,15 por otro lado, manteniendo y hasta multiplicando los efectos psicológicos de la duda fantástica, incluso cuando ésta falta.
Así, en Cocora, el Gaviero, tras obtener solamente con el tacto la imagen más fiel posible de la delirante máquina montada en el fondo del Socavón del Venado, concluye que se trata de “una representación absoluta de la nada” y, en este mundo finito, de una “mecánica adscrita a lo eterno”; huye, pues, despavorido “al sorprender[se] implorándole a la indefinible presencia que [l]e develara su secreto, su razón última y cierta” (Mutis, 2001: 70-71). Sin este horror sagrado que mantiene la atmósfera fantástica, el héroe, familiarizado con lo “maravilloso instrumental”, se codearía con Aladino en un mundo de lámparas mágicas y alfombras voladoras o evolucionaría sin inmutarse entre los milagros tecnológicos de la ciencia ficción.
El caso de Larissa es más complejo. Ella, como ya se ha dicho, no experimenta pasmo ni miedo alguno ante el hecho de relacionarse con dos amantes que llegan hasta ella desde épocas remotas; tampoco le extraña ni le asusta su condición de “íncubos”, vale decir seres del otro mundo que se nutren de la sustancia vital de los humanos a quienes seducen sexualmente (“sólo por ti seguiremos existiendo”, le confiesa uno de ellos). Hechos sobrenaturales por el estilo pueden contemplarse, por ejemplo, en ciertos cuentos teñidos de gótico, a finales del XVIII; sin embargo, la fluidez de su aceptación por la heroína en medio de la plenitud de su vivencia erótica, antes que al orbe de lo maravilloso puro, pertenece al del Realismo mágico canónico, donde el retorno de lo reprimido no está acompañado por la ansiedad (véase Ivanovici, 2011: 56 y ss.). También puede adscribirse a la “sordina poética” que Mutis le pone al misterio, a fin de montar su propia variante de Realismo mágico. La duda fantástica, que se da en adelante, intenta en vano oponerse a la frustración y el desengaño ante la certeza del no retorno y la evidencia de la inhibición completa de lo sobrenatural:
No podía dejar el barco. Conservaba, contra toda probabilidad, la esperanza de volver a recibir la visita de mis amigos [...] Pensaba largamente en ellos, reconstruyendo las horas que vivimos juntos, la historia de sus vidas, el calor de sus caricias y su solidaria complicidad amorosa (Mutis, 2001: 152 [énfasis mío]).
3. El personaje —epítome del architexto
Decía al comenzar estas páginas que mi propósito era situarme aquí en una perspectiva architextual, apuntando (a la zaga de Genette) a las categorías generales o “trascendentes” donde nos remite un texto particular. En el supuesto —ya casi axiomático— de que, para la narrativa de Mutis, dichas categorías son las que reúne la fórmula “Realismo mágico”, conviene indagar, pues, cómo participa el protagonista de la realidad y del misterio que lo rodean. Tras haber tratado dichos parámetros por separado, intentemos ahora sintetizarlos bajo la égida del personaje, visto como epítome del architexto.
3.1. Entre el ser y el hacer
¿Por qué precisamente del personaje? Porque, entre los distintos elementos del relato, el homo fictus ostenta la mayor apertura a la “trascendencia”. Comenzando por la capacidad de trascender su propia condición funcional, estrictamente subordinada a la dinámica narrativa.
3.1.1. En efecto, ciertas poéticas de tipo (pongamos) formalista han avalado siempre el principio de que la razón de existir del héroe o personaje es su hacer, es decir el papel que desempeña dentro de un argumento. Empezando por Aristóteles, quien sostenía que, en primer término, los poetas trágicos se dieron a “confeccionar situaciones por el estilo” (to toiouton paraskeuazein) “en sus tramas” (en tois mythois), y sólo después inquirieron en pos de quienes habían perpetrado hechos semejantes, entre las pocas “estirpes” y “casas” (gene, oikías) donde dichas situaciones se habían dado alguna vez (Poética: 1454a: 10-15). De lo cual colegimos que el libreto es independiente de sus caracteres, no así estos de aquél.
Por el contrario, la gran tradición de la novela burguesa occidental se ajusta a una poética (valga el neologismo) “heroocéntrica”, donde el personaje se define no por lo que hace, sino por lo que es. No deja de ser significativo en este sentido el que hasta un formalista empedernido del siglo anterior haya puntualizado que lo que emprenden o padecen los homines ficti “los ilustra pero no los crea” (Barthes, 1977: 55).
3.1.2. ¿Y Maqroll? Tratándose del protagonista de un ciclo novelesco que (con todos los bemoles del caso) está cortado sobre el patrón de aventuras, desde luego el Gaviero se caracteriza en gran medida por lo hecho. Pero, ojo: atendiendo al título de la heptalogía de Mutis, el lector empieza a sospechar y, al adentrarse en la lectura, se convence cada vez más de que los segmentos elementales de acción agrupados en torno al protagonista son más que nada “tribulaciones” (que sufre), antes que “empresas” (que acomete).
Es más: el guion narrativo a cuyo servicio se desempeña el héroe obedece al “discurso del fracaso”. No obstante ello, ni tal discurso ni el fracaso mismo determinan a Maqroll como personaje. Todo lo contrario: lo que es el personaje configura su hacer, que de hecho es un padecer.
Mi hipótesis de trabajo es que el meollo de la dimensión architextual, la integración entre la realidad y el misterio, se inicia precisamente en la esfera del ser y desde allí se expande hacia el hacer del personaje. A partir de estos datos del problema, me propongo analizar en lo sucesivo cómo y en qué medida el protagonista de Mutis —con su ser y su hacer— se constituye en epítome del architexto mágico-realista.
3.1.3. Antes de enfrentar la tarea respectiva, caben aquí algunas precisiones sobre el vocablo misterio, del cual hasta ahora he hecho un uso amplio pero, conceptualmente hablando, bastante poco riguroso.
En el nivel procedural, por ejemplo, decía que el misterio representaba la “dimensión diferente”, connotativa, en que el discurso narrativo se resemantizaba como discurso poético. Al temático, por otro lado, sostuve que las “modulaciones del misterio” se cubrían con las dos redes semánticas de lo fantástico (los temas del Yo y los del Tú). Por último, en el nivel genérico, el mismo misterio concernía, a mi criterio, el modo de percibir un acontecimiento potencialmente sobrenatural, como rasgo definitorio de una clase de textos adscritos al “género fantástico” y a sus subespecies (el “fantástico extraño” y el “maravilloso”).
Falta de este recuento una acepción más, aludida, sí, pero no nominalizada en las páginas anteriores, pese a tratarse de la hipóstasis de mayor trascendencia axiológica del misterio. Me refiero al mito. Desde luego, no es éste el lugar ni el momento de enfrascarse en la exploración de la tupida vegetación de sus significados. A mi modo de ver, es suficiente decir que el mito constituye el terreno idóneo para la síntesis architextual mágico-realista. Lo confirma con sobrada autoridad el propio Massimo Bontempelli, al destacar que la mítica es “la forma más antigua de escritura” donde se funden “lírica y narración” (1938: 285). Y, dado que el discurso lírico es el más apto para acoger el ser de un personaje y el narrativo, su hacer, no sería demasiado osado inferir de ello que en el mito convergen las dos vertientes del homo fictus.
3.1.4. Como corolario de ello, tampoco creo que sea excesivo asumir que la vía regia de aproximación analítica e interpretativa a dicho homo fictus es precisamente un método teñido de mito, la así llamada mitocrítica.
Según el último y el más brillante discípulo de Mircea Eliade, mi inolvidable, malogrado amigo Ioan Petru Culianu (1950-1991), esta disciplina se define como “una crítica literaria desde el punto de vista de la historia comparada de las religiones” (Culianu, 2000: 12), y su práctica “consiste en discernir los mitos latentes en el texto literario e interrogarlos para establecer algunas de las múltiples posibilidades inscritas dentro de su radio semántico” (Culianu, 2000: 82).
El postulado fundamental de la mitocrítica —conocida igualmente bajo el nombre de mitanálisis— es que, más allá o más acá de las palabras, el texto literario constituye una “secuencia de fantasmas” (Culianu, 2000: 123). Veamos, pues, cuáles son aquéllos de los que está hecha la carne espectral de Maqroll el Gaviero.
3.2. El mundo, el héroe y la muerte
Hay unos pocos, pero significativos contextos en que Mutis parangona a su protagonista con tres héroes clásicos: Caronte, Orfeo y Ulises. Tal y como los plantea literalmente el autor, estos paralelismos tienen poca base en la mitología: en la visión de Mutis, el Gaviero se parece a un barquero de difuntos agotado, “vencido por el peso de sus recuerdos, partiendo en busca del reposo que durante tanto tiempo había procurado” (Mutis, 2001: 251); a los otros dos, Maqroll se equipara por haber, como ellos, hilvanado “de antemano su fin” (Mutis, 2001: 538). Las tres son, por supuesto, versiones indocumentadas por la tradición.
No obstante ello, la analogía respectiva no carece de validez en un plano más general: Caronte, Orfeo y Odiseo se relacionan con los mitos de la muerte, en concreto con el guion fantástico o fantasmático del descensus ad Inferos (en terminología homérica nekyia) que, según se verá en adelante, sí representa una clave importantísima para el mitanálisis de nuestro héroe y su mundo.
3.2.1. Comencemos por el último. El mundo de Maqroll, terreno por excelencia de su hacer, es uno infernal/inferior, no sólo porque allí se desciende o se cae, sino también y sobre todo porque se trata de un mundo caído.
Esta aserción implica, lógicamente, la existencia de otro, con el que éste de aquí contrasta, se le opone antagónicamente y, de cierta manera, proviene del mismo. En las cosmologías gnósticas, dicho orbe superior se llama Pleroma (= ‘plenitud’) y es el de las emanaciones inteligibles de la Divinidad, llamadas a su vez “eones”. En cierto momento, dentro del sistema divino se produce un accidente, una defección o una crisis (cuya naturaleza difiere de una mitología gnóstica a otra). A consecuencia de ello, uno de los eones viene expulsado del Reino de la Plenitud y, una vez fuera del mismo, engendra al Demiurgo —una criatura no tanto perversa como torpe e ignorante— quien, a su vez, crea al hombre, en medio de este mundo de abajo hecho de sudor, sufrimiento y muerte. El universo gnóstico es, pues, uno dual, ya que está sometido a dos principios ontológicos, polarizados en una oposición moral (mal versus bien).16
¿Qué, de tal dualismo, puede rastrearse entre los escenarios de las tribulaciones de Maqroll? Para empezar, la percepción del mundo a través de categorías antitéticas (a la que se muestra proclive el héroe). El ejemplo más notorio en este sentido es la ya mencionada polaridad “mar versus tierra”, donde, aun con reservas, el mar viene valorado positivamente. Puede citarse asimismo el “otro destino”, virtual, que el protagonista es capaz de atisbar a veces, o el “testigo de sí mismo”, vigilando la urdimbre de este destino, actual (véase Mutis, 2001: 11-12).
Otra prueba del dualismo subyacente en la heptalogía de Mutis es la presencia de una serie de hechos que, en perspectiva gnóstica, podrían equipararse a los destellos o astillas de sustancia divina, los cuales, cautivos dentro de la materia vil del mundo inferior, aguardan el momento de su redención y repatriación al Pleroma. Entre ellos hay algunos que, en términos cristianos comunes, simbolizarían recuerdos del Paraíso perdido y en sistema seglar o secularizado, aludieran al único Edén concedido al hombre moderno: el de la infancia. Tal es, por ejemplo, el paisaje de cafetales que, avistado por Maqroll rumbo al “llano de los Álvarez” (Un bel morir), lo sumerge instantáneamente en “una felicidad sin sombras y sin límites; la misma que había predominado en su niñez” (Mutis, 2001: 174 y ss.). Igual carácter tienen las instantáneas de su adolescencia, evocadas en Amirbar, a propósito de las “largas horas que pas[ó] trepado en la parte más alta de la gavia escrutando el horizonte”, esa “lección del mar” que le deparaba “una plenitud que [l]e colmaba tan intensamente que nada, después, ha vuelto a dar[le] tal sensación de libertad sin fronteras, de disponibilidad absoluta” (Mutis, 2001: 327).
Pero el de Mutis es un gnosticismo más radical que el histórico. Allí la “creación” del demiurgo no era más que una mediocre chapuza; aquí posee una malignidad combativa. Ad Inferos acecha el “mal absoluto”: la demonia mortífera de cara femenina (Antonia, Larissa) o la amenaza de morir a manos de sicarios como el sofisticado “Rompe Espejos” o el sórdido “enano filipino”, lo cual, más que pavor despierta el asco, por ofender el “orden estético” del universo. Porque ésta parece ser la meta de la agresividad infernal: no sólo apresar, sino destruir cualquier vestigio del Pleroma, o sea, en lenguaje “laico”, de humanidad, ternura y belleza.
Así, el Paraíso de la infancia, que Maqroll vuelve a encontrar en la finca de los Álvarez, junto con la promesa de un consolador amor tardío (Amparo María), acaba asolado “con la crueldad fría y gratuita de la que sólo es capaz nuestra especie”, por “[c]hacales dementes” —guerrilleros o contrabandistas— “listos a recibir órdenes de quienes mueven allá arriba los hilos de una codicia implacable” (Mutis, 2001: 234-235). En la misma serie se inscribe igualmente la escena en la que el Gaviero descubre, colgado en la pared de un “burdel de mala muerte”, el retrato de un hombre, que la prostituta con quien acababa de pasar la noche sostiene ser su padre, mientras él mismo reconoce la foto del suyo, aquélla que su propia madre “tenía siempre en su mesa de noche y la conservó en el mismo lugar durante su larga viudez” (Mutis, 2001: 79-80). Aunque el protagonista sólo da una cuenta presurosa del hecho, entendemos que lo hace por disimular la profundidad de la herida que le ha producido el doblar esa precisa “esquina de la vida”: tras el incesto —involuntario y sin embargo equiparable a las “catástrofes” sofocleanas—, el Paraíso de la infancia termina arrancado de raíz.
Por último, hay otro episodio (en Tríptico de mar y tierra) que pondría en directa conexión con los anteriores, pese a que, al parecer, nada lo justifica. Me refiero al fin precipitado de la casi exitosa experiencia “paterna” de Maqroll, con Jamil (Mutis, 2001: 539 ss.). El melancólico epígrafe Sinon l’enfance, qu’y avait-il alors qu’il n’y a plus? —bajo el cual está puesta la pérdida respectiva— señala que ello no es un lance más dentro de una vida hecha de derrotas como la del Gaviero: suprimida la infancia, queda anulada la raíz misma, los orígenes del ser como tal ser humano. Así, pues, el héroe se encuentra en la orfandad absoluta, exiliado sin retorno, puesto que ya no hay a dónde retornar de este mundo infernal e inferior.
3.2.2. En términos filosóficos, el interactuar del personaje con su ámbito existencial representa —para recordar a Heidegger— su Dasein. Acabo de revisar lo que él hace y más que nada padece “aquí” (da); a continuación me propongo focalizar sobre el “Ser” (Sein) hacia donde se abre su existencia.
¿Quién o qué es, desde este punto de vista, Maqroll el Gaviero? Es, en primer lugar, un héroe en el sentido “técnico” de la palabra que, en todas las mitologías del mundo, apunta (entre otras) a una identidad indeterminada o supradeterminada (lo cual viene a ser casi lo mismo). El de Mutis es por doquier un “extranjero”, pese a hablar todos los idiomas y a estar familiarizado con vastas regiones del planeta; no se le conoce estado civil ni patria, salvo el detalle más bien pintoresco de andar por el mundo con un pasaporte chipriota; es capaz de amar, pero no de arraigar en el amor; tiene muchos amigos —entre ellos algunos fraternos, como Abdul Bashur, y otros muy fieles, como el albacea y cronista de sus aventuras—, pero tampoco se deja amparar por la amistad... En resumidas cuentas, la vida se le va “de entre las manos” (Mutis, 2001: 496), desde sus disparatados negocios hasta sus pocas pertenencias e incluso las personas amadas que, “o la muerte se las lleva o quedan rezagadas en el camino mientras él sigue en su vagar sin descanso” (Mutis, 2001: 600). Por último, nadie sabe de dónde viene ni a dónde va semejante héroe. Su infancia, como hemos visto, quedó borrada de su biografía; su fin, aunque no documentado puntualmente ni con certeza, es el horizonte en el que se proyecta constantemente su vivir. Ello compagina tanto con la condición humana, en general (Sein zum Tode, para citar nuevamente a Heidegger), como, en particular, con la trayectoria de un “hombre-dios” (Diónisos, por ejemplo), nacido en y para la muerte (Véase Kerenyi, 1972: 31-32).
En el sistema gnóstico, el perfil “heroico” del personaje de Mutis, su procedencia y destino misteriosos, sugieren una cierta afinidad con el mensajero-redentor (en ciertas gnosis el propio Jesucristo), enviado por el Pleroma para rescatar a un eón caído y/o al hombre. Pero con uno que, como en el Himno de la Perla (bellísimo poema alegórico del siglo III d. C.), ha olvidado el mensaje y, por tanto, se ha desvinculado de su origen y su meta, quedando así suspendido en una especie de vacío ontológico (véase Jonas, 1992: 112 y ss.).
En términos más “pedestres”, pongamos ideológicos, el Gaviero (junto a Abdul Bashur y a algunos otros caracteres episódicos) podría ser tildado de nihilista, siendo el “nihilismo” moderno una corriente de pensamiento filosófico (Nietzsche), poético (Romanticismo) y hasta político (anarquismo individualista) que hereda y prosigue el anti-cosmismo de los antiguos gnósticos, su radical hostilidad hacia el universo imperfecto, ya que no francamente malo, armado por el Demiurgo (véase Culianu 1995: 308 y ss.: y Culianu, 1998: 355 y ss.). Entre aquéllos, hubo incluso ciertas sectas (barbelitas, sethianos, ofitas, cainitas...) que eligieron la “vía de abajo”, a saber coadyuvar la labor del mal para así acelerar el fin del mundo y el subsiguiente advenimiento de la redención. Varios héroes cercanos a Maqroll practican este preciso tipo de gnosticismo. Sin embargo, a Maqroll mismo dicha “vía de abajo” le llevó más bien a la “aceptación sin reservas de los altos secretos de lo innombrable” (Mutis, 2001: 539). Tal sabiduría ningún percance le ahorró en su vida, salvo el desengaño. El maqrolliano es, pues, un nihilismo libre de ilusiones: ya que más remedio no le queda, el hombre no dejará de estar aquí. Donde, sin embargo será siempre un intruso.